Revista Talentos

Lucas , sus pudores

Publicado el 09 enero 2014 por Gogol

En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen
hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el
mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan
hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida est apenas a
tres metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es
seguro que a pesar de los esfuerzos que ha el invitado ausente para no manifestar sus
actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún
momento reverberar uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias
menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico
de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad
del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay
neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente,
es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la
misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una
detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y
agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como
inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los
pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo,
agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del
conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse
sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños
de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable
transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un
segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la
gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no
están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las
tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada,
Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por
traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado
mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa
Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian:
Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta
anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que No hay placer más
exquisito que cagar bien despacito ni placer más delicado que después de haber
cagado.
Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de
ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en
el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una
buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los
condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta
cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con
lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

Julio Cortazar

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