Metro de Madrid...

¿En qué pensarán todas estas personas? ¿Qué pasa por sus cabezas? Son, éstas, dos preguntas que suelo hacerme cada vez que me subo al tren. En mi ciudad, Las Palmas de Gran Canaria, no hay metro y el medio de transporte más utilizado es la guagua (autobús). En ella no solía hacerme este tipo de preguntas porque el ambiente te atrapa de tal manera que es casi imposible pensar en algo. La gente se saluda, las personas mayores hablan de sus enfermedades, los ancianos se preguntan unos a otros por sus esposas, las madres hablan de sus hijos y el colegio, los niños juegan... Es un mundo particular. Sin embargo, en el metro de Madrid no ocurre lo mismo. En el metro todo el mundo está sumergido en su propio mundo, todo está en calma o es un bullicio, dependiendo de la hora y de la línea, pero eso no parece importar a nadie. Se de la situación que se de, todos se olvidan del mundo exterior. Nada parece que pueda interrumpir esa intromisión al propio mundo, salvo acontecimientos concretos como la entrada de un indigente pidiendo limosna, una persona tocando el acordeón o cantando, un vendedor ambulante o algo similar. Incluso estas cosas son solo advertidas por algunos. El resto de acontecimientos pasa inadvertido para la mayoría. De esta mayoría, unos claramente están pensando, se les ve en la mirada, otros se quedan dormidos quizás por el cansancio al regreso del trabajo o quizás por el sopor que les causa la larga trayectoria hasta llegar a sus destinos, otros leen, muchos leen... Hay de todo. También los hay que hablan entre sí porque están acompañados. Pero no es en estos últimos en quienes suelo fijarme como hacía en mi ciudad, sino en los anteriores, en los que, como yo en este momento, se suben solos al tren.