Revista Literatura

Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)

Publicado el 10 julio 2018 por Sara M. Bernard @saramber
Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)
He vivido en crisis existencial permanente desde los seis años de edad. Nada parecido a sentimientos negativos de tristeza (salvo un brevísimo período de tiempo excepcional) sino esa crisis de cuestionarse, cada minuto, de dónde viene y adónde va la especie humana, y uno mismo dentro de ella, qué maravilla el azar de la existencia y la evolución, cómo funciona el universo y cuáles son sus reglas. Desde los cinco años había adquirido mi memoria lineal (la sensación del paso de los días en un relato continuo) y a los seis ya dominaba una habilidad que estaba desesperada por aprender: la lectura. Antes de esa edad, mi existencia tenía una memoria difusa, escenas sueltas como los sueños -no sabes qué ocurría antes ni qué después, sólo la escena concreta-. Aunque dijeran que no podía acordarme, en mi cerebro se almacenaban esos recuerdos autoconscientes con ocho meses de edad, un año, año y medio, dos años, etcétera, hasta los cinco años, por fin el curso donde no tuve que esperar más ni intentarlo por mi cuenta para desencriptar los libros.
Siempre he vivido también un paso atrás del resto, como observadora de la naturaleza, una curiosa sensación platónica de que ya conocía los pormenores de la existencia humana pero debían enseñármelos de nuevo para que pudiera recordarlos. Pienso en imágenes y el simbolismo es la parte crucial en la que codifico el mundo, tanto simbolismo a palo seco, crudo, de mitologías antiguas y modernas, como el construido sobre hechos y circunstancias amontonadas una al lado de otra, en apariencia simples o desconectadas, que acaban teniendo un relato conjunto y significativo. Por eso a los seis años se fijaron simbólicamente, con tres vivencias, mis tres pilares existenciales de incomodidad: crisis con el tiempo, con el espacio y con lo infinito.
verdadera historia (parte Malditos cerebros (III)La noción de tiempo me asaltó un día cualquiera en el que me entretenía con un libro tipo enciclopedia y grandes fotos a color sobre los misterios sumerios y del antiguo Egipto, donde mencionaban el tema del origen de la escritura y el concepto de civilización. Intenté calcular (sentir) cuánto serían unos 5000 años antes del año cero y otros 1985 más, todo lo que el ser humano podía haber escrito en ese tiempo, en lenguas que quizá no tendría posibilidad de aprender nunca porque ya estaban muertas. El vértigo alegre que sentí con más de 5000 años solares comparándolos con unos escasos seis, de los cuales sólo había sido consciente un par de ellos. El emocionante vértigo de que no me daría tiempo, en un promedio de apenas 70 años de existencia y recién aprendida la lectura, para devorar todo lo escrito en milenios anteriores; era necesario darse mucha prisa.

Con el espacio (o la inmensidad) me encontré casualmente una noche de visitas en casa. Agotada por la cháchara de los adultos, fui a respirar un poco y observar el cielo, ya nocturno, desde mi ventana de un sexto piso. Justo enfrente descansaba una graciosa constelación que me dejó hipnotizada por tres de sus estrellas, muy parecidas en su disposición a las fotos áreas de las tres pirámides de Guiza. Las distancias que me habían explicado sobre el universo, el tiempo que tardaba en llegar a la Tierra esa luz parpadeante, ¿cuánto exactamente era la transposición de años/luz a horas humanas? Permanecí una eternidad (de 15 minutos) atrapada en un trance extático, un sentimiento de comunión con todo que traspasaba cada una de mis células, un estado contemplativo hasta sentir el planeta moverse con el cambio imperceptible de posición de esas estrellas, y un dulce asombro inocente porque la composición química de mi organismo era la misma que el resto del cosmos. Aprehendí que esa fusión con la inmensidad debía ser el sentimiento origen detrás de la codificación en todas las manifestaciones religiosas, de esas creaciones de dioses egipcios con formas animales, o de los dramáticos dioses griegos o romanos, hasta llegar a las vírgenes y cristos que me rodeaban. Y consideré que durante mi vida me gustaría experimentar y ser sacerdotisa de todos esos cultos, ritos y fiestas que los humanos ejercían a lo largo y ancho del planeta, fundamentados en codificar mediante símbolos los grandes conceptos abstractos o de narrar, en un relato poético -mitología-, esa sensación de fusión con todo (y no en explicar el funcionamiento del universo, para eso estaba la ciencia, ni en sentirse menos solos en la inmensidad del universo).  

Poco después aprendería que la constelación vista era Orión y que al lado, a la izquierda, brillaba la famosa Sirio, estrella principal para los antiguos egipcios en su medición de las estaciones y el tiempo. "Mi teoría" de 1985 sobre la correlación del cinturón de Orión y las tres pirámides fue publicada por Robert Bauval en 1994 (The Orion Mystery, Unlocking the Secrets of the Pyramids).
Por último, la crisis con lo infinito se refirió siempre al lugar indefinido del que brotaba la creatividad, relacionada con la producción artística. Primero me fijé en el dibujo, porque ya pintorreaba sin descanso, y decidí profundizar hasta hacerlo a la perfección. Utilicé como soporte una pared completa de mi cuarto, de arriba a abajo, para comprobar a tamaño real hasta dónde sabía hacerlo en ese momento. Si Miguel Ángel había creado la Capilla Sixtina pintando paredes y techos, quería intentar lo mismo. Estuvo claro que mis trazos infantiles necesitaban de una amplia mejora para plasmar en papel, al milímetro, la realidad que veía en el exterior y en mi mente. La justificación de Miguel Ángel me libró de una buena bronca paterna. Muy pequeña para recibir clases, pasé una larga temporada autodidacta con láminas de aprendizaje copiando anatomía humana y animal. Más adelante llegarían por fin clases de pintura al óleo, carboncillo y otras técnicas, junto a los trimestres en el colegio donde la asignatura de Plástica derivaba en dibujo artístico. Gané un par de concursos de pintura para jóvenes.Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)El curso siguiente al aprendizaje de la lectura, con 7 años, se realizaron tests psicopedagógicos en el centro educativo durante las horas lectivas, para ver si teníamos problemas de aprendizaje. En todas las áreas evaluadas apareció un percentil 97-99 y un CI total muy superior a 130. La tutora explicó a mis padres que esas cifras simplemente significaban mi conducta, una alumna aplicada que se portaba muy bien en clase, leía mucho y pasaba tiempo en la biblioteca.
Nada más. Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)Tras el dibujo llegaron la danza, el piano, el violín y la primera confrontación familiar, porque pretendía entrar en el Conservatorio y realizar estudios reglados pero no me tomaron en serio respecto a esas carreras; muchas horas a la semana, más exámenes. La carga de trabajo se vio excesiva desde el lado paterno, sólo pude conformarme con clases de carácter leve (sin exámenes) en academias particulares, como parte del ocio. Después llegó la escritura, pieza fundamental del rompecabezas. La descubrí poco antes del momento en que las clases empezaron a tener una lentitud exasperante, una pérdida de tiempo con un sistema obsoleto (ejemplo: lectura en voz alta de nuevo tema de 30 páginas durante dos semanas, cuando en 15 minutos ya estaba leído y, a veces, sin niguna duda específica). Pero el sistema era así y había que aguantarse. Dejé de dibujar en clase para escribir mis poemas y relatos, actividad que disimulaba mejor ante los profesores mi inatención por el soporífero método. Este proceso camaléonico tuvo bastante éxito, en los 9 años siguientes hasta la universidad los docentes pensaron que tomaba muchos apuntes en vez de no atender a sus clases. 

Además de todos los días en período lectivo, mi tiempo libre también se llenaba de escritura y empezó a causar problemas. Sueños recurrentes con una nueva idea donde los personajes, aún desconocidos, venían a contarme su parte de la historia y a la mañana siguiente (o la misma noche) tenía que levantarme para escribir sin pensar. Estados de cuasi-trance con folios enteros de relatos, poemas completos que me asaltaban cuando hacía otras cosas y tenía que pararme a escribirlos. Noches enteras de escritura, donde el sueño y el cansancio se suspendían por completo. Al no existir ninguna titulación de "escritor" para justificar tantas horas de trabajo todos los días, empecé a participar en todo tipo de concursos literarios nacionales de adultos para que estos sí me tomaran en serio con esta disciplina artística y no ocurriera como con las otras. O las convocatorias de revistas y periódicos (esa época pre-Internet) en las que abrían sus buzones a las firmas anónimas durante la época estival. Nunca me atreví con ningún taller literario, porque la escritura ya ocupaba 24 horas en mi mente. Tal potencia desde el principio hizo que utilizara seudónimos para firmar lo escrito, costumbre que se extiende hasta hoy mismo.

El único logro fue un concurso de instituto, con 15 años, cuyos efectos acabaron por ser devastadores poco después. El poema ganador era producto de uno de esos estados de inspiración pero el único en el que los versos no aparecieron sólo como una retahíla acelerada sino dictados por una voz externa, totalmente audible, diferente en tono y timbre a mis propios pensamientos. Estaba convencida de que era el inicio de una esquizofrenia adolescente y cuestionaba mis propias habilidades como escritora. Mi autoestima, ya reducida, cayó en picado. (Este episodio es el que da título a Bajo el árbol morado. La creatividad maldita)
A los 16 años llegó el teatro, que se extendería hasta los 21 con formación y trabajo en compañía profesional. A los 16 también me quedó una asignatura suspensa para septiembre, algo tan inaudito que decidí ignorar, hasta que al inicio del curso siguiente ya fueron tres suspensas en un trimestre y se convirtió en una dramática catástrofe; una asignatura era algo raro, tres eran el caos. Siempre sacaba buenas notas y suspender era un verbo arameo para mí. El estado de ansiedad creció exponencialmente, y cada vez más por la absoluta vergüenza de clases particulares (el licenciado en Física que me ponía ejercicios de apoyo no entendía cómo había suspendido) hasta convertirse en pavor y bloqueo a la hora de estudiar. Y un humor espantoso e irascible en casa. Si bien la culpa era un excesivo número de horas en los ensayos de teatro, según el análisis familiar, fue un texto que encontraron -sin querer queriendo- el que motivó acudir a unos conocidos suyos psiquiatras/psicólogos en busca de ayuda. Una Carta a los padres que nunca deberían haber leído porque sólo era un desahogo. Fuera de contexto, y sin entender el estilo literario tétrico a la forma de mi admirado Edgard Allan Poe, la lectura plana de esa carta podía interpretarse como una adolescente en medio de una depresión profunda. Estaba lejísimos de ese estado. El verdadero motivo era incapaz de expresarlo ni siquiera por escrito. 
Por un lado, la frustración porque decían que ya era demasiado vieja para empezar en el Conservatorio y podía olvidarme para siempre del violín, el piano y la danza a niveles profesionales. Por otro, la constatación de que las emociones de respeto y fusión con la Naturaleza, que siempre me habían inclinado hacia las ciencias para unos futuros estudios de Biología o Veterinaria, estaban al mismo nivel de intensidad que mi amor por el Antiguo Egipto y el camino de la Egiptología, o que mi interés por Bellas Artes y la pintura, o que la pasión por Arte Dramático recién descubierta. Y por encima de todo eso, la Escritura, que quizá sólo era producto de un TOC o de una esquizofrenia encubierta. Si mis compañeros tenían clarísimo un camino único para su carrera universitaria y, por extensión, para su vida, yo era una inútil incapaz de elegir porque los quería todos a la vez. Con la misma intensidad. Elegir sólo uno como dictaba la sociedad era la muerte.
De forma involuntaria, por si la esquizofrenia o algo raro, ante los psicólogos me presenté como una adolescente típica con problemas graves (reales) de autoestima típicos porque los ligues no aparecían, por mucho que les pidiera salir a los chicos. Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)El psiquiatra me mandó al psicólogo para una batería de tests divertidísimos. Los resultados eran claros: un coeficiente intelectual superior a 130 en la escala Wechsler, a 148 en la de Cattell y a 132 en la Standford-Binet. Sin saberlo, había realizado las pruebas de las tres escalas más utilizadas. Junto a otro test de personalidad más los intereses artísticos y creativos, por primera vez se mencionó el concepto superdotación intelectual.
No era necesario ningún tipo de apoyo ni adaptación curricular, puesto que en apariencia estaba adaptada al sistema educativo y bordeaba las puertas de la universidad sin grandes problemas.  La escritura jugó en mi contra.Volví a casa en las mismas condiciones, sin que nadie me explicara qué significaba eso y con los problemas de autoestima completamente intactos.  Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)En casa, de forma bienintencionada, se siguió con absoluta normalidad para no ahondar en la herida de mi perenne angustia por ser diferente a la gente de mi edad, y porque tampoco importaba demasiado esta condición, según las explicaciones de los expertos, ya que a esas alturas no podía adelantar cursos en el sistema educativo. Tampoco le di la más mínima credibilidad ni importancia, obvié el tema porque mi referencia era el prejuicio popular: ni era Albert Einstein ni una alumna brillante, seguía con mis problemáticos suspensos. Tenía compañeros a punto de terminar la carrera de piano, por ejemplo, y yo no había ni empezado. A esto se unió la distorsión cognitiva de una agresión sexual. La violación no tuvo como efecto secundario ningún trauma psicoafectivo/sexual estándar en estas situaciones, sino concluir que tan "lista" no podía ser si me había ocurrido eso sin verlo venir (fue un conocido), un alejamiento de áreas relacionadas con el suceso (dibujo y teatro) para centrarme sólo en la escritura y un olvido completo del tema de la superdotación como si no fuera conmigo. Aunque entré finalmente en Químicas, mi cerebro tomó la decisión inspirada de cambiarse a Periodismo al año siguiente, profesión que nunca antes había contemplado. El nuevo rumbo pude justificarlo a posteriori porque un redactor de prensa tiene la tarea de escribir, por un lado, el trabajo delante de los micrófonos en radio y televisión y allí ya tenía experiencia actoral, por otro, junto al descubrimiento de la faceta de diseño gráfico y edición de vídeo, estas dos últimas las de mayor consistencia en mi futuro desempeño laboral adulto.
Terminé la carrera sin pena ni gloria, tampoco ningún certamen literario en los que seguía insistiendo. Las circunstancias quisieron que la pareja en ese momento compartiera cierta profundidad en la forma de ver la vida y las relaciones, así que iniciamos vida en común. La típica vida familiar con ciertos puntos extra: desde el principio asumí el rol de llevar el dinero a casa, las horas laborales me liberaban de estar pensando en párrafos (sólo envío anecdótico a concursos literarios anuales) y toda la creatividad o el deseo de conocimiento se volcaron en el área espiritual. Estudio y práctica de varias escuelas esotéricas y filosofías religiosas alternativas, antiguas y modernas. Tal como había pensado años atrás frente a Orión, aprendí de multitud de mitologías y sistemas, experimenté, asistí a ritos, conocí a chamanes de todo el mundo y adquirí el rango de sacerdotisa.

La aparente normalidad cotidiana se quebró con estafa laboral y un período de estrés crónico que concluyó en el cierre del medio de comunicación donde trabajaba. Poco antes del paro, en dicho medio cubrí una feria de edición independiente y la Escritura me dio una patada en el estómago. 


Con 31 años y la crisis económica, no parecía que mi carrera de periodista rasa fuera a avanzar hacia ningún sitio. Pero esa feria de libros me mostró todas las editoriales que habían surgido en 10 años, la atención a poetas jóvenes a los que ahora tomaban en serio y, en definitiva, que en una década desconectada del panorama la situación ya no era tan rancia para los escritores. La excusa de una de aquellas editoriales que abrió su buzón a nuevas propuestas, como parte de las actividades feriantes, dio pie al reinicio en la escritura de material nuevo. En unos días los párrafos ocupaban mi mente por completo las 24 horas, igual que antes, y eso trajo una angustia culpable sin precedentes. A fuerza de voluntad, me había convencido de que sólo escribí 10 años consecutivos todos los días porque me aburría en clase, no porque sirviera para ello. Y eso trajo de vuelta otro tema. ¿Las altas capacidades no se pasaban con la edad, no tenían importancia sólo para la etapa escolar? Al menos, es lo que me habían dado a entender con la pasividad en el apoyo de un tema ya enterrado. Empecé a darle vueltas otra vez, con no pocas discusiones familiares, recriminaciones de los viejos trapos artísticos sin estudiar o informes oficiales que no tenía porque la "detección" se había expresado verbalmente por parte de profesionales, que eran conocidos de la familia. Dudé incluso si no habían ocultado algún trastorno de otra índole para hacer como si no pasara nada.
Por primera vez investigué sobre el tema. Uno a uno cayeron todos los estereotipos, más aún, se desplegó una lista de características que encajaban al 100% conmigo desde casi el nacimiento, incluso varias que creía sólo me ocurrían a mí por ser un maldito bicho raro, y más: un dolor sordo y agudo de tiempo perdido, de entorno vacío de contenido, poco estimulante, de actividades sin realizar para las que no había remedio porque ahora era, sin discusión, demasiada vieja.
Acudí a un centro que se anunciaba como especializado en AACC para una valoración e informe oficial. Pero ante mi rocambolesca historia, percibí  una total dejadez por parte del evaluador y la sensación de que estorbaba: ni era niña/adolescente ni tampoco madre de un alumno que necesitara sesiones continuadas en dicho centro. Parecía que preguntaba por pasar el rato. Fui a la evaluación sin haber dormido en toda la noche, sin apenas acordarme de mi nombre por el sueño y, a medida que pasaban las preguntas, cambiando hasta 5 veces seguidas las respuestas por lo imbécil que me sentía. Porque ese resultado iba a suponer cambios drásticos de carrera y de planteamiento laboral en un momento muy complicado, pero por encima de eso, cambios existenciales de profundidad inmensa e incalculable, respuestas por fin. Y los nervios me comieron.
 Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)El resultado quedó en un rango alto (CI 121) acorde a una persona con estudios universitarios terminados -según el especialista- pero lejos de las AACC. Obvié el estado en el que hice las pruebas y sólo me quedé con la pasividad de aquel experto, al que le dieron igual mis angustiadas preguntas por esas supuestas pruebas anteriores. Necesitaba una respuesta que no llegó. Enterré el tema de nuevo y para siempre. Era rarita porque sí, desde pequeña, sin más explicación. No había nada que hacer.Mi verdadera historia (parte 1) ~ Malditos cerebros (III)
Siguió una temporada con dificultades para encontrar trabajo, y apenas llegaron de supervivencia, temporales, de tipo comercial; siempre era la rara en un entorno de compañeros/jefes entre 18-20 años. Se inició el principio acumulativo de incoherencia, mientras contenía la escritura y focalizaba esa energía en conocer el panorama en activo de editoriales, etc. gracias a la herramienta de las redes sociales. 
Mi pareja y yo nos lanzamos a la aventura de migrar 1000 kilómetros para buscarnos la vida. 

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revistas