Revista Literatura

Milonga, roberto tito tchechenistky -

Publicado el 08 abril 2014 por Adriagrelo

     
Se pararon los dos bajo la arcada del salón del bailongo. El olfateó el ambiente, acomodándose el clavel en el ojal del jetra cruzado. El petizo Tarasca hizo punta, y se mandaron adentro.¡Que baranda, hermano! Estaban acostumbrados a la colonia barata y al perfume de la brillantina que hacía relucir el pelo de los chabones, peinado tirante para atrás con raya al costado, al estilo del “mudo”.El escuchó al zopeti repasar en voz alta, como siempre, la semblanteada de las namis. La sabía de memoria. Tacos de 15, con plataforma y pulserita al tobillo estilo bataclana, medias brillantes y vestidos con lentejuelas reflejando las luces que, aunque fuertes, empalidecían ante los labios rojos de las bocas recargadas de rouge, que buscaban disimular algún diente ausente o resaltar algún otro de oro puro.Con Tarasca se enfrentó al hembraje, que se alineaba delante del espejo y,  cuando largó la típica, ahí nomás  encajó el sabiolazo. Una veterana bien pulenta,  que lo había estado fichando de coté,  se le acercó. Chica Divito, la naifa. Se avivó cuando le enlazó el talle y sintió que le sobraba brazo y, al apretarla para darle marca, el DePayne se le clavó en el  pecho.El correaje que le tanteó en la  cintura parecía el de un cana con pilcha de gala en el Día de la Patria, y su napia manyó el agrio aroma del sudor que desprendían sus sobacos. Sin embargo, también tenía olor a hembra, y eso le provocó inquietud entre las piernas. Sus atributos no lo engañaban jamás, y  al toque decidió dónde y cómo quería terminar la vermouth con ella,  después que los musicantes enfundaran los instrumentos.El roce de sus cuerpos, bien pegados, y la perfección en los pasos de un gotán y una milonga, hicieron que el parlamento enmudeciera hasta que la música paró. Fue entonces cuando intercambiaron discursos. Parcos, sin camelo, se chamuyaron sus urgencias.Del brazo, caminaron hacia el guardarropa. El número de él lo tenía Tarasca, que al junar que se rajaba, corrió y se lo dio a la pebeta que atendía.Antes de volverse a la pista, el petizo le batió al oído - Te sacaste la sortija, guacho. Ahora, ensartala. Ja, ja.               El le encajó un codazo y lo apartó.-Desbocao, rajá de acá - le dijo.La pebeta miró el pelpa, cazó un bastón y se lo chantó en la mano.  Lo conocía, y el color blanco no la sorprendió.La “Divito” lo agarró del codo, y lo guió para bajar las escaleras. Cruzaron la vereda  Ella chistó a un tacho y, ya adentro, él le dijo al chofer - Al mueble de Carlos Calvo, macho. Rápido -, y ambos fueron manos pungas,  hurgándose en misterios presentidos. 

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