“Mujeres que compran flores” (Plaza & Janés) es un libro que me rondó en una de mis visitas a la librería. Llamó mi atención, le devolví la mirada, lo cogí, lo dejé en su lugar… di una vuelta, y me volvió a llamar. Estaba claro: tenía que leerlo, y a la segunda, se me metió en el bolsillo. Son 448 páginas que se disfrutan como una buena lección; un compendio novelado de frases destacadas, moralejas subliminales y promesas de mejora personal. Al terminarlo, al acabar las reuniones que mantienes -copa en mano- con las “mujeres que compran flores”, no te queda ninguna excusa para emprender tu vida. Ni el rencor del pasado, ni el miedo al futuro te van a valer ya. Toma castaña.
Su sinopsis dice lo siguiente:
“En un pequeño y céntrico barrio de la ciudad hay cinco mujeres que compran flores. Al principio ninguna lo hace para sí misma: una las compra para su amor secreto, otra para su despacho, la tercera para pintarlas, otra para sus clientas, la última… para un muerto. La última soy yo y esta es mi historia.
Después de la pérdida de su pareja, Marina se da cuenta de que está totalmente perdida: había ocupado el asiento del copiloto durante demasiado tiempo. Buscando empezar de cero acepta un trabajo provisional en una curiosa floristería llamada El Jardín del Ángel. Allí conocerá a otras mujeres muy diferentes entre sí, pero que, como ella, se encuentran en una encrucijada vital con respecto a su trabajo, sus amantes, sus deseos o su familia. De la relación entre ellas y Olivia, la excéntrica y sabia dueña del local, surgirá una estrecha amistad de la que dependerá el nuevo rumbo que tomarán sus vidas”.
Vanessa Montfort escribe bien, muy bien. No respeta las actuales recomendaciones de la R.A.E., pero encaja cada palabra, cada oración, con la perfección que requiere la exigencia más alta. Tan solo encontré un pequeño fallo estacional, pero ni siquiera eso me impidió seguir disfrutando de las reuniones en la floristería, cada jueves, con una Mary Poppins llamada Olivia, y unas chicas que se motivan entre ellas a convertirse en las mejores personas que puedan llegar a ser. Imposible no trasladar sus experiencias a tu vida. Imposible no preguntarte si te conformas con ser copiloto toda ella. Imposible no acordarte de “tus chicas”, de esas que creen en ti cuando tú no puedes, y que en mi caso también tienen nombre propio: Jana, Cande, Lola, Hermi, Mar, Charo, Manuela, Alicia, Laura…
A destacar, desde mi particular punto de vista, los siguientes párrafos:
-“Ah, Marina… si los hombres supieran que por reconocer sus sentimientos no pierden su hombría, muy al contrario, la ganan…”
-“Porque no era verdad que el amor de una madre fuera siempre incondicional o desinteresado. Ese era un gran lugar común”.
-“Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…” Ese gesto aprendido e injusto que nos obligaban a hacer cuando aún no nos habían salido los dientes. Ese mensaje grabado en el cerebro. Nacíamos con la bondad hipotecada”.
-“Mi abuela solía decir: que Dios no nos dé todo lo que podemos soportar. Yo no hablo ya de Dios, Marina. Que nadie nos dé todo lo que podemos soportar“. (Mi abuela Concha también tenía esa máxima siempre a punto, Vanessa).
Por último, solo decirte que si eres mujer, si te gustan las flores, y si vas de copiloto por el mundo, permite que te ronde este libro de Vanessa Montfort. Lo hará a poco que te acerques a él, como si fuera el mismísimo gato de Marina, Capitán, que quisiera entregarte el más valioso mensaje: ese que habla de guiar, dirigir y disfrutar tu propia vida…
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