Revista Diario

Muñeca de trapo

Publicado el 08 enero 2010 por Emibel
MUÑECA DE TRAPO
Recuerdos de la niñez que quedan escondidos en una parte de mi cerebro dormido. Los despierto en ocasiones para deleite mío. Pasan por mi cabeza como si de un film se tratara, haciendo pausas en algunos recuerdos, saltando otros ; rebobinando y volviendo a repasar unos.
Quiero volver a ser niña, esa niña nacida en un pueblecito de la cuenca minera turolense, niña de larga melena trenzada, ojos vivarachos, sonrisa picaruela, rodillas marcadas de rojo mercromina, falditas de vuelo y zapatos de charol.
Una niña unida a su muñeca de trapo hecha por mi madre a mi imagen.
Recuerdos de excursiones con los amigos en mañanas soleadas de domingo cien metros más allá de mi casa pero que me parecían lugares lejanos.
Recuerdos de juegos en la calle, juegos compartidos a la comba, a la goma, esas divertidas y coloridas canicas que rodaban y rodaban sin meterse nunca en ese maldito agujero de tierra. Siempre ganaba Pablo, ¡Maldito Pablo!.
Es que Pablo es chico, decía mi madre. Y yo me enfurruñaba porque no entendia qué tenía que ver el sexo en el juego de las canicas. No me gustaba perder.
Mira, nena, tienes que jugar a las muñecas, decían las mujeres.
Vamos a cambiarles los pañales y a darles el biberón a las muñecas y luego haremos las comiditas, decían las otras niñas, en aquella cocina de juguete con sus ollas de aluminio.
No me gustan las muñecas, no me gustan las cocinas. Prefiero disfrazarme de vaquero con sombrero marrón de ala, poner mi placa de sheriff en el pecho, pistola en mano y esposas en la otra para dar caza al malo.
Si es que es un chicazo, repetían en mi casa. Todos, menos mi padre, él sí que me entendía, claro era hombre , mi ídolo de la infancia, mi héroe de todos los tiempos.
Recuerdos de ir a lavar el coche con mi padre, él me dejaba mojarme hasta las trenzas; recuerdos de montarme en los vagones de la mina y viajar soñando, recuerdos de subirme a los árboles y tirarme al vacío, recuerdos de no callar, de querer tener siempre la última palabra, de hacerme la mayor, de no ser una borrega siguiendo el camino de la cruz de cristo y el manto de la virgen.
Recuerdos del colegio, de aquellas monjas que me odiaban porque era diferente, porque les sacaba la lengua y les enseñaba las bragas como señal de protesta. Niña inquieta, atada al pupitre por no ser igual que los demás, pesadilla de aquellas tocas con alas que me imponían una banda de color azul por estudiosa y yo la tiraba a la papelera; una banda como las misses.
Recuerdos de largas tardes de domingo mirando cómo daba vueltas el disco de moda mientras mi hermana y sus amigas bailaban de modo desenfrenado, hablaban de chicos y susurraban que cuándo se íba la mierda cría ésta. La mierda cría era yo.
Pero allí estábamos mi muñeca de trapo y yo, inamovibles.
Vida feliz, aire puro inacabable que respirar, libertad. Campos teñidos de marrón, calles estrechas vacías de coches, casas unidas unas a otras, vecinos amigos, gallinas a las que recoger huevos, lechugas que sembrar. Vida de pueblo.
Y llegó el día que todo eso terminó. Mis padres hablaban en voz baja:
es mejor para todos, así la niña estudiará en la ciudad, aquí no es lo mismo.
Claro que no era lo mismo, yo no quería abandonar todo aquello, ni las canicas, ni la calle, ni los campos, ni el lavadero de coches, ni las gallinas vecinales, ni los huevos ajenos ni a las osadas monjas. ¿A quién le íba yo a sacar la lengua y a enseñar las bragas ahora? Eso no lo hace una señorita, repetía mi madre. Pero qué leches.....una señorita, si soy una niña rebelde, pero niña. No quiero crecer.
Hicimos las maletas rígidas marrones y el neceser duro color azul marino, qué feo era el condenado. Y nos dirigimos a la ciudad, que yo tenía que ser una persona de provecho, no sé para quién, pero de provecho. Y lo que decía mi madre íba a misa.
En el trayecto a la ciudad no dejé de volver la mirada atrás. Decía mentalmente adiós a los campos que me vieron correr, al río donde me bañaba, a los amigos, a mi calle, a mi casa, a mi niñez...
Mamá, mamá, - grité- tenemos que volver que me he olvidado mi muñeca de trapo.
No, ya estamos lejos
- contestó.
Por favor, mami, porfa, porfa- lloré desconsoladamente, imploré , grité.
Cállate, ahora serás una señorita, vas a la ciudad y déjate de muñequitas de trapo estúpidas. Además la tiré por la ventanilla del coche hace rato cuando no me veías.
Mi mundo se acababa, ya nada tenía sentido sin mi vieja muñeca de trapo y, pobrecita, se haría daño al volar por la ventanilla, fue mi primera gran pérdida.
Sentí odio a todo lo que oliera a ciudad.
Cicatrices en el rostro de mi muñeca de trapo, cicatrices en mi corazón de niña.

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