Revista Literatura

Nada de luz

Publicado el 17 diciembre 2011 por Netomancia @netomancia
El hombre apartó una cortina y dejó a la vista una puerta que conducía a un pasillo de escasa iluminación. Apenas podían verse las figuras dibujadas en las paredes. Ella lo siguió con cierta vacilación. ¿Tendría acaso que limpiar allí también? Si, suponía que si. Pero el hecho de pensarlo, le daba escalofríos. En realidad, el museo mismo le daba terror, sobre todo al imaginarse sola con la oscuridad ya instalada en el cieloraso, cubriendo de sombras las cosas, sin más compañía que sus elementos de limpieza.
Sin luz aquel lugar parecía un pasaje a las entrañas de una casa embrujada. Incluso el sonido del piso de madera al sufrir el peso de ambos era el testimonio grave de un quejido. El hombre la condujo hasta una puerta que se erigía al final del pasillo. Era de chapa, antigua y un picaporte dorado coronaba la invitación que esperaba no le hiciera: Abrirla.
Pero eso sucedió. Supo antes de entrar que no era buena idea. De pronto, sintió una nostalgia enorme por sus pequeños, que había dejado en casa de su madre mientras ella se ocupaba de asistir a la entrevista de trabajo. Pensó en su marido, de viaje con el camión haciendo un flete a seiscientos kilómetros. Y que sería de las gallinas, sueltas en el fondo de la casa. Con seguridad al llegar la noche, el perro del vecino las destrozaría. Pero para entonces, ella ya no estaría...
El presentimiento era enorme. Sin embargo, a pesar de sentirse paralizada, avanzó. Siguió al hombre. ¿Acaso había alguna fuerza extraña que la obligara a ese andar autómata? No entendía la razón por la cual no se detenía y ya. Solo debía frenar sus piernas y pegar media vuelta. Recorrer de nuevo el pasillo oscuro pero en dirección contraria, atravesar todo el hall del museo y sus antiguos y extraños objetos y abandonar el edificio para regresar con su familia.
Solo debía hacer eso, pero no podía. Sus miedos parecían agarrotarle las piernas, en la misma medida que atenazaban su respiración y le quitaban el habla. Si tuviese que gritar, no podría. Se sentía prisionera en su cuerpo, una imbécil que miraba la espalda del hombre y lo seguía por ese lugar oscuro y tenebroso. Hasta que el hombre, se detuvo. En el mismo momento, ella hizo lo mismo.
La voz grave del encargado llegó a sus oídos, como proveniente de otra dimensión.
- Aquí, Susana, podrá guardar los elementos para la limpieza. Está oscuro porque a ellos, la luz les lastima los ojos. Así que por favor, ni siquiera use linterna en esta zona.
Susana miró hacia todas partes, pero no comprendió a lo que el hombre se refería. El lugar estaba oscuro, pero podía divisar las siluetas de los baldes, de los envases de detergentes y más allá, contra la pared, escobas, palos de piso y hasta un lampazo grande.
- Nada de luz Susana, ¿entendido? - preguntó el hombre.
La mujer, que iba perdiendo el miedo, asintió con la cabeza.
- Si señor Ramírez, nada de luz, no se preocupe.
El temor se había disipado. En su lugar había un dejo de preocupación sobre el pedido de Ramírez, no por el pedido en si, sino por la cordura del encargado.
Se retiró sin saber que más de doscientos pequeños ojos la observaban marcharse desde la oscuridad. Ramírez si lo sabía, pero había aprendido con los años a no molestarlos con la luz. Y si eso seguía así, nada malo sucedería.
Algunas risillas se escucharon en el pasillo, pero Susana las atribuyó equívocamente a su propia mente y un intento desesperado de enmendar el irracional miedo de minutos antes.
- Y recuerde Susana, nada de luz en aquel sector - volvió a decir Ramírez despidiéndola hasta el día siguiente en la puerta del museo.
La vio irse, resignado. Es que Ramírez ya había perdido toda esperanza de encontrar una persona que limpiara que respetara esa regla. Odiaba cada tres días tener que buscar una nueva empleada, tras desaparecer la anterior.

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