Revista Literatura

Navidades amputadas

Publicado el 25 diciembre 2018 por El Perro Patricia Lohin @elperro1970
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Corté la comunicación. Año 2018 y había estado a tres centímetros de invitar a mi madre a pasar Navidad en familia. Y a mi padre por ende también, como un cómplice necesario de asesinato.

Me sentía como un Papá Noel desgarbado, yendo con la bolsa cargada de regalos de casa en casa, la columna doblada, falto de aliento, la nariz colorada y llena de poros dilatados por el exceso de alcohol en las tardes-noches, la soledad impresa como un tatuaje en los ojos, y la alevosía con la que pasaba de largo algunas direcciones postales.

Mi madre dijo que rezaría y luego se iría a dormir temprano.

Nunca la recordé rezando en mi vida, sino todo lo contrario. ¿Lo haría tirada en la cama boca arriba una vez que yo estuviese en la mía propia hilvanando historias para escribir sobre el cielorraso?

No tuve la intención de recordar una sola  navidad de mi infancia, a esta situación se le llama sentido de supervivencia. Me costaría tratar de encontrar una noche de navidad para describir, aunque podría hacer el esfuerzo. ¿Cuántas habrán sido?  ¿Nos íbamos a acostar temprano? Seguramente.

Éramos tres gatos locos. Mis padres y yo, en una casa sin medianera ni mascotas.

Había un árbol, eso lo recuerdo perfectamente, porque los adornos eran de los que si caían se rompían, y yo era la encargada de adornar y romper, intermitentemente.

Lo más probable es que comiésemos alguna comida insulsa y desprovista de gracia y prestancia, y aguardásemos cada uno sumido en sus vericuetos existenciales la llegada de Jesús.

Si no se divisaba ánimo de violencia subliminal, es muy posible que yo interrumpiera el silencio hablando boludeces atómicas, con el único fin de llenar el aire con palabras, ya que es muy posible que el silencio imperante fuese letal, es decir sin música ni tele de fondo, sólo con la ruidosa respiración de mi padre de fondo, algo que ponía sumamente alterada a mi madre y que podía desatar cualquier guerra mundial.

No pueden decir que no éramos una familia original. ¿En cuántas cocinas se puede afirmar que una guerra ha de desatarse por el ruido de una respiración?

Me imagino dos o tres horas eternas, esperando que el niño naciera para correr cada uno a sus lechos, como marines que corren a sus literas, tratando de aliviar el dolor que queda en el cuerpo luego de una jornada entera de castigos.

Si hay algo que Jesús no trajo fue alivio. Y Papá Noel -pobre- él trajo lo que pudo, aunque dejé de creer prematuramente en ambos.

Hoy, cuarenta años después, parada en el balcón con casi la totalidad de mi niñez amputada, me encontraba a punto de volver a incursionar en esa sensación de abandono y desasosiego, como un niño que extraña el castigo, como un perro que vuelve con el dueño que lo maltrata, casi a punto de revivir en este siglo las escuetas navidades de mi infancia.

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