Revista Talentos

Navidades pasadas

Publicado el 30 diciembre 2018 por Aidadelpozo

A papá le encantaba la Navidad, sobre todo los polvorones y mantecados. Atacaba la bandeja de los dulces a primeros de diciembre. El veinticuatro ya no quedaban ni las peladillas. Metía los envoltorios de los polvorones en los bolsillos de su batín y cuando mi madre los descubría arrugados y aquéllos llenos de migas y grasa, la armaba.
Recuerdo una grabación en la que mi padre preguntaba cómo había guardado la bandeja en el mueble del salón, porque el turrón de jijona se había derretido. Tengo que descubrir qué ha sido de esa cinta.
Ni siquiera recuerdo mejores navidades que las de mi niñez, ni las vividas cuando he sido madre han sido tan bonitas.
En casa de mi abuela nos reuníamos primos y tíos, no había tantas cosas en la mesa, pero estábamos nosotros. Jugábamos todos a las cartas y al bingo, niños incluidos, al abrigo del calor de la familia que reía. Comíamos las uvas, (recuerdo las míticas empanadillas de Encarna de Martes y 13 y a mi tío muriéndose de risa) y el 1 de enero despertábamos todos juntos porque mis primos y tíos se quedaban a dormir repartidos en dos casas de 55 metros cuadrados. Despertábamos y tomábamos chocolate con bizcochos de soletilla. Luego veíamos competiciones de saltos de esquí en la tele en blanco y negro y la peli que tocase.
Recuerdo una comida del 1 de enero en que mi madre hizo una paella verde porque olvidó cocer las alcachofas antes de añadirlas y cómo se enfadaba por la pinta que tenía, con lo buena cocinera que era ella.
Solo alguna Navidad posterior ha sido parecida, pese a celebrarla con muchas personas a la mesa. Quizás Navidad y Reyes hayan sido similares, al ver a mis nenas con carita ilusionada abriendo regalos, pero aún recuerdo con más congoja el día en que al fin los Reyes Magos me regalaron la Nancy.
Todos renegamos ahora de la Navidad. Tenemos nécoras, percebes, bueyes de mar y hasta angulas en la mesa, pero el espíritu navideño se perdió, envuelto en lo comercial. Tras las bolas del árbol iluminado, un esqueleto de tristeza, rutina e hipocresía yace.
Me apetecería celebrar algún día una Navidad real, como las de antaño, con amigos de verdad, menos delicatessen en la mesa y más calor.

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