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No se pide permiso para la Revolución.

Publicado el 13 octubre 2011 por Juan Carlos
Una Revolución es, ni más ni menos, un cambio rápido en las instituciones políticas de un país. Es decir, una ruptura con el régimen político anterior. Esa ha sido la consecuencia de algunas de las revoluciones en los países del norte de África. Los cuales, mediante manifestaciones y movimientos populares han conseguido transformar sus Estados. Este fue un acto que celebraron, no sin cierta hipocresía, la mayoría de los países occidentales. En este sentido, hay que apuntar que los actos ciudadanos surgidos al abrigo del movimiento Democracia Real Ya, quizás podrían seguir un camino parecido.
Pero, siendo realistas, es extremadamente difícil que acaben consiguiendo los mismos resultados. ¿Por qué? ¿Acaso no existen razones para refundar el Estado y su sistema político? Este movimiento afirma que este sistema no es democrático y reclama, por tanto, una democracia auténtica. No podría ser un objetivo más certero y honesto. El sistema político español dista mucho de ser democrático, aunque evidentemente se nos vende de forma continua lo contrario.
Los partidos políticos, financiados con dinero público, se encuentran anclados en el Estado y han perdido el contacto con la sociedad civil, salvo en campaña electoral, lo que se aprecia con descaro. Sin embargo, dicha campaña ha quedado reducida a un cruce de acusaciones sin fundamento, donde el debate ideológico se encuentra anquilosado.
La cacareada separación de poderes no es más que un chiste de mal gusto. El poder ejecutivo y el legislativo nacen de un mismo proceso electoral. Los tribunales de mayor rango son nombrados por los propios políticos. Así pues, todo el poder reside en aquellos que ganaron las elecciones legislativas.
Por último, los mecanismos de participación ciudadana son nimios. Mientras los mercados y los bancos acaparan toda la participación y marcan las direcciones al gobierno de turno. En la actualidad, el ejecutivo del Estado parece el comité de administración de los negocios de esta clase económica. Una personalidad destacable, hace tiempo ya, afirmó algo parecido.
Ahora bien, este movimiento ha puesto nervioso a los que dirigen el país, porque no se puede minimizar su importancia, por lo tanto la estrategia a seguir está clara: 1. Tratar de canalizar este movimiento en provecho de la actual clase política. 2. Desprestigiar el movimiento y desmovilizar. 3 .Si sigue creciendo: Reducirlo.
No han tardado en aparecer políticos que dicen apoyar este movimiento y llaman el 22 de mayo a votar por la lista en la que se presentan. Estos políticos no se han enterado que este movimiento se considera apartidista, que no apolítico (pues no hay nada más político que este movimiento). Precisamente la rabia que ha aflorado en una gente maltratada por su clase política es la que ha explotado, y en estas condiciones no debe ser domada, y mucho menos por los mismos que han permitido que esto llegue hasta aquí.
Si el primer punto fracasa, y es contestado con contundencia, no queda otro recurso que desacreditar los asistentes a las manifestaciones. Se ha de conseguir que la opinión pública no vea con buenos ojos este tipo de actos. Para eso tienen a sus grandes medios de comunicación, que como empresas privadas responden obedientemente a los intereses de los mismos privilegiados que se enriquecieron a nuestra costa. En todo caso ¿con que legitimidad puede, la clase política y económica, desprestigiar un movimiento de estas características? Han tenido demasiadas oportunidades y, sencillamente, no aprenden.
Cuando todo lo demás no funciona no queda otra cosa que utilizar el recurso del monopolio legal de la violencia que se guarda el Estado para sí: los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. ¿Qué intereses protegen? Se ha visto que a los ciudadanos no y hay testimonios desgarradores de personas que han sido detenidas estos días. Protegen la estructura jurídico – política del Estado, y no conviene olvidar en este sentido, cual es el sistema económico por el que se ha apostado.
El caso de España es diferente al de los países del norte de África, eso es, sin duda, cierto. Pero, en ningún caso es razón suficiente para que la ciudadanía tenga que tragar con las innumerables injusticias. Los políticos y sus tertulianos a sueldo abogan por expresar esa “rebeldía” (domesticada querrían ellos) en las urnas. Bien, eso es una posibilidad, pero también es una forma de desmovilizar. De ahí se desprende que como España es un Estado democrático los conflictos deben dirimirse exclusivamente ahí, lo que supone una falacia inconmensurable. No existe nada más legítimo que la voluntad del pueblo plasmada en la calle y gritando al unísono: “¡Democracia!” porque eso es Democracia, el gobierno del pueblo, no el de unas personas que dicen representar a los ciudadanos, pero no se representan más que a ellos mismos y sus propios intereses. Su intención es únicamente calmar los ánimos, dejar que las aguas vuelvan a su cauce, y, por supuesto, sin ofrecer nada a cambio. Quizás, Luis XVI esperaba que el pueblo de Francia se muriera de hambre y no se quejara, pero sabemos que no fue eso lo que pasó.
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