Revista Diario

Olvido

Publicado el 06 septiembre 2010 por Artpalavicini

OlvidoOlvidoLa muerte del viejo fue tan sorpresiva que todavía hoy, tres días después, no logro asimilarla.

Apenas habíamos estado juntos el martes; comiendo, bromeando. Hoy ya no está.

Me revuelvo entre las sábanas tratando de conciliar el sueño y las imágenes se me agolpan en la mente.

Los asuntos del negocio familiar. De su negocio. Los pendientes de la oficina, la firma del nuevo contrato, ese que esperó ansioso por once meses y que se firmaba el lunes.

Todo eso se mezcla con la fiesta que preparábamos para sorprender a mamá la próxima semana por su cumpleaños.

Brincando mentalmente entre la celebración familiar y las caras desencajadas de sus colaboradores en la Sala de Juntas cuándo les notifiqué del infarto fulminante que se lo llevó, comienzo a soñar.

Ahí está el viejo, sonriendo de oreja a oreja, hasta que se le cierran parcialmente los ojos. Con la carcajada lista para salir, me hace un ademán con la mano y vuelve a contener la risa.

-Acércate. Me dice y toma la actitud de quien llama a un amigo para dispararle en la cara el mejor de los chistes.

Las piernas me tiemblan de emoción y corro hasta colgarme de su cuello como cuándo era niño. Mis lágrimas le mojan el cuello, y al entrelazarlo con mis brazos, siento como se contrae su estómago conteniendo la carcajada.

-Gracias hijo, me mandaste a la eternidad con el traje azul.

Mi cara de desconcierto debía ser lo que anticipaba porque para este momento su risa ya es insostenible. Mueve la cabeza negando y levanta una mano hasta llevarse el dedo índice a la sien. Se golpea un par de veces, con esa expresión tan suya diciendo: “Piensa”, y desaparece.

Ya es mediodía y no puedo quitarme de la mente esa imagen de papá a punto de reírse. Con cualquier pretexto regresa esa sonrisa contenida, esa sensación de su estómago contrayéndose buscando contener la mejor broma del mundo.

Fue hasta que preparé los documentos para la firma del lunes, cuando descubrí que el original del contrato no estaba. Lo busqué por todas partes. En el estudio de papá, en su oficina dentro del negocio. Se esfumó.

Nunca pensé que fuera tan difícil convencer a mamá de exhumar al viejo. Todos en la familia me vieron como padecimiento, como demente.  Manuel y yo estuvimos a milímetros de terminar la discusión a golpes. La idea de corromper la tumba de papá tampoco me agradaba.

Cuando abrimos la caja, esperaba encontrar una escena aterradora, pensé que sería una experiencia espeluznante.

Ahí estaba el viejo, enfundado en su traje azul con una sonrisa de oreja a oreja que no recuerdo cuándo cerramos el ataúd; las manos cruzadas en su abdomen y entre sus dedos descansaba impecable el contrato, perfectamente doblado y con su firma estampada al pie del documento, fresca. Cómo si la acabara de signar.


 


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