Revista Literatura

POÉTICA, de Néstor Mendoza. Arte por Sonia Marpez

Publicado el 25 junio 2014 por Javier Flores Letelier

Intimidad exterior

NÉSTOR MENDOZA

Aquí no hay cosa
que sienta o vea y que no me traiga
la fiel imagen, y que su recuerdo
dulcemente no surja por sí mismo

Giacomo Leopardi

En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.

Antonio Machado

Inicialmente, una imagen vaga, inquieta, de mi primera infancia: un niño que camina y lleva en su mano una bacinilla rosada. Tiene dos o tres años, o un poco menos, no lo sé. Esta imagen se suma a otra un poco más nítida: un niño de cuatro años que juega con su hermana melliza, debajo de un camastro de hierro, al fondo del patio. Ese niño que se recrea con un conejo de goma, sucio de tanto roce, que suena al apretar su abdomen. Es el primer objeto que bautizo con un sustantivo propio. Es el primer juguete que recuerdo y todo junto configura mi primera evocación.

Otra imagen en tiempo presente: el acueducto colonial ha perdido su función primaria y ahora es un muro. Las arcadas, simétricas y proporcionadas, están selladas con tosco cemento. Es extraño el contraste de ladrillos viejos, descascarados, y el gris incompatible. La pared está ubicada en la parte trasera del colegio; y más atrás, dentro de un conjunto residencial, está el viejo torreón. Estas son las pocas estructuras que se conservan de la vieja herencia colonial, junto con aquel lejano fortín edificado, como todos los fortines, en el pico de un cerro, de cara al mar. Pero aquí, en Mariara, no hay mares: hay un lago limítrofe. El mar está al otro extremo, oculto por una sucesión de montañas. Montañas como hinchazones verdes de la tierra. Bloque tras bloque, edifico el pasado (otro pasado). El paisaje emocional, a veces, desmiente al paisaje natural: el lago tiene peces que no se pueden comer y las garzas buscan alimento en las aguas verdes. No enaltezco lo que veo: solo rememoro. La infancia no tiene repercusiones épicas, aunque la aparente ceremonia descriptiva indique lo contrario.

A los 7 u 8 años, se repiten escenas recortadas del colegio: la placita con el prócer de busto irregular; la patada en el pecho, propinada por el hijo de la señora de la limpieza; la portera Jimena, mujer morena y robusta, que vigila malhumorada en la puerta el ingreso y el desorden de los niños. De la misma manera, aparece el miedo a la maestra de segundo grado, su mano en mis patillas, que halan y halan, todavía en mi memoria necia, sin motivo aparente. Al primer amigo, quien me presta sus juguetes, me enseña un murciélago muerto y me dice que es Batman (y mi asombro ante ese diminuto cuerpo sin respiración y la certeza de creerle). Y lo mejor de todo: la niña de atributos finos, mi primer hallazgo de belleza y el primer rechazo: “¿Por qué me persigues, por qué me miras tanto?”. Entonces dejo de mirarla, de perseguirla. Todo esto se va hilando, retazo a retazo, hasta formar un collage íntimo, una “intimidad exterior”. ¿Qué hay detrás de esta arbitraria y escueta enumeración de memoria? Un deseo de no olvidar, de rescatar pasajes y paisajes de la infancia. Recordar es solo una versión de lo que ha dejado de ser —y de estar—. Es mi versión de la historia.

Recordar es, de alguna forma, una poética. Con la escritura puedo ser ese niño, puedo estar en la casa de mi niñez. Entonces aparece la casa de altas paredes sin friso, de ladrillos careados. Camino en el patio, alrededor de la corpulencia del semeruco; le doy golpes a las ramas tupidas y aparecen miles de mosquitos, blanquísimos, que huyen y vuelven a regresar a la misma hoja. Las matas de café, en hileras; las guanábanas cayendo y reventándose en la tierra y el posterior saqueo de las moscas. Vuelvo a esos años: con trazo espontáneo e inexperto dibujo a mis tíos, Alberto, Paula e Inés; a mis hermanos, Rubén, Griselda y Norelis; a mi papá montado en el lomo de la trinitaria, a mi mamá en la máquina de coser… Al recordar ritualizo lo breve, lo insignificante en apariencia: intento darle un nuevo latido, un electroshock que reanime la línea temblorosa en el monitor de signos vitales.

Miro dentro de un cajón de bisagras oxidadas; abro una puerta, diminuta, “De pronto, recuerdo, / con las uñas voy abriendo/el tokonoma en la pared”. Es decir, posibilidades de escritura, universos (poemas) hechos con girones de recuerdos. Lo ha dicho Jorge Manrique en el poema más citado de la literatura española: “cualquiera tiempo passado fue mejor”. Y lo “mejor”, así lo entiendo yo, no es une estado elevado de riqueza. No es mejor en sentido jerárquico. Es mejor porque ha logrado afianzarse, ascender al rango de recuerdo. Confío en su vaguedad fragmentaria y opacidad. El recuerdo no es ni pretende ser verídico: es una versión engañosa del pasado.

El recuerdo no es una poética per se. No existen recuerdos “poéticos”. Es un material que debe ser trabajado, reescrito —trocado— con la presencia de otras presencias. Abro otra vez la puerta: entra la música (el ritmo intuitivo y premeditado) y el sentido. Es mejor imitar que no parecer nada, que no tener antecedentes. No tengo miedo en parecer otro.

No hay —no tengo— un estado privilegiado de escritura, separado de la agitación externa. Mi torre de marfil es una construcción movediza, angustiosa, de cimientos contradictorios, que, a veces, logra detenerse. A diferencia de la torre dariana, esta torre que habito es una obra inconclusa, en un constante rehacerse y afianzarse. Si logro estabilizarme, al menos temporalmente, en ese momento aparece la serenidad justa para que el poema —el primer verso— aparezca.

Además de las inquietudes del lenguaje y los estilos, la escritura poética es matizada por la debilidad del cuerpo y las afectaciones emocionales. Me cuesta separar los Cantos y la columna arqueada de Leopardi, que duele y nadie (nada) mitiga ese dolor: “Ya no puedo quejarme, mis queridos amigos, y la conciencia que tengo de la grandeza de mi infelicidad no comporta el hacer uso de las lamentaciones”. Es la correspondencia, más o menos equilibrada, de los males y contentos de la carne y la creación artística.

Estoy atento a la normativa lingüística que me indica una línea blanca en el pavimento: cierta pulcritud expresiva me motiva. Sigo esa línea con relativa seguridad; sin embargo, no olvido los desvíos, los matorrales que hallo en cada costado de la vía, “la nativa rustiquez”. Todo lo que tengo frente a mí son caminos transitables, aguas, cielo y suelo. El riesgo está en el equilibrio, que no es más que un quebradizo hilo de seguridad. La cinta amarilla que dice “¡peligro!” se convierte en un cartel que invita a pasar, a transgredir.

Valoro los poemas silenciosos, escritos desde la humidad, que no necesitan reafirmarse a cada rato, que no necesitan etiquetas. A veces imagino un plato humilde de peltre abandonado en un palacio de justicia: ¿Quién come en ese plato? ¿Qué vínculos existen entre estas dos realidades que se acercan? No hay vara capaz de medir el silencio creador. Es complicado ponderar lo rotundo, el hachazo en el cuello. Esta potencia, este golpe preciso, es la espada del guerrero homérico que decapita a su adversario, el que da el certero golpe en la garganta, el sitio por donde más pronto escapa el alma.


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