Revista Diario

Por los aires

Publicado el 26 marzo 2011 por Menagerieintime
Desde que cambié de celda, de la 30 a la 35, todas las noches, a las 20:40, pasaba algo mágico. Por lo menos para mi.
Era uno de esos momentos que no por mucho repetirse se hacía menos intenso. Era un momento tan especial como ansiado durante todo el día.
Todas las tardes, todas, a la misma hora, veía desde la ventana un avión acercarse a Roma. Lo veía apuntando directamente con sus luces. De frente. Sin desviarse nunca ni un milímetro de su rumbo. Todas y cada una de las tardes de verano.
Cuando llegaba esa hora, cuando el reloj estaba a punto de marcar las 20:40, yo dejaba de hacer todo lo que estuviera haciendo, me subía en un taburete cerca de la ventana y miraba, absorto en mis pensamientos, cómo el avión se acercaba. Ya podía estar viendo la televisión, jugando al póker, leyendo o haciendo manualidades. Todas las tardes sin excepción usaba esos cinco minutos de mi día para soñar.
Soñar con que volvía a volar. Soñar con que salía a la calle e iba directo al aeropuerto a coger un avión que me llevara de vuelta a casa. Soñar con que todo el embrollo que se había creado iba a acabar pronto. Tan pronto como debería haber acabado.
Miraba, a veces con lágrimas en los ojos, cómo las luces del avión se acercaban lentamente, sin hacer ruido, sin grandes aspavientos. Simplemente llamando mi atención.
Hace unos días volví, fugazmente, a Roma. Una conexión aérea me llevó de nuevo a la ciudad. Mientras el avión se acercaba al aeropuerto pude distinguir, claramente, la estación de trenes de Termini. No llegué a ver el edificio de Regina Coeli. Tampoco pude evitar emocionarme porque, por fin, volvía a volar. Como antes. Como siempre. Y tuve una sensación de alivio que me emocionó.
A pesar de que no eran las 20:40, se me saltaron las lágrimas. De emoción, como decía. El pasajero que iba a mi lado, que me miraba con sorpresa, comentaba que era lógico que me emocionara al ver tanta belleza desde el cielo, que era lógico que llorara al llegar a Roma. Sobre todo si era mi primera visita a la ciudad. Yo, simplemente, le miré con cara de desprecio. “Sabrás tú – pensaba- si es mi primera vez. Sabrás tú, gilandón, porqué se me saltan las lágrimas”.
El próximo lunes volveré a Roma. Esta vez a pasar 48 horas allí. Y sé que durante el acercamiento a la ciudad, mientras el piloto del avión piensa en cómo lograr un aterrizaje perfecto, yo pensaré en la cárcel y en los que allí quedaron. Y me volveré a emocionar pensando en aquel avioncito que, a diario, me daba el oxígeno suficiente para aguantar otro día allí dentro, y otro, y otro, y otro más…

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