Revista Diario

Primera impresión

Publicado el 01 marzo 2010 por Irenemalara
Primera impresión

El profesor de español, Lázaro Ramírez, tenía una vida bien agendada. Se levantaba a la seis de la mañana, tomaba una ducha fría, ordenaba sus papeles, bebía su café sin azúcar y sin leche y, según la intención del día, vestía el traje correspondiente. Si sus alumnos lo veían entrar al liceo con el traje gris era porque ese día leerían un autor consagrado. Si era negro era porque tendrían prueba sorpresa. Y si era marrón, como casi siempre sucedía, los atomizaría con reglas gramaticales.

Era el supremo modelo de sus colegas y la suprema amenaza de sus alumnos. La enseñanza era su vida y las horas que no pasaba en el liceo las combatía leyendo o comprando más libros o maquinando nuevas formas para romperles la cabeza a los muchachos.

Pero, a fin de cuentas, el profesor Ramírez era un buen hombre.

Un buen hombre al que le sucedió una gran desgracia: se enamoró.

Y como el amor no era un ladrillo que pudiera entrar en el más mínimo resquicio de su elaborada estructura de carrera, su vida se desmoronó. Pronto se le comenzaron a entrevar los versos de Bécquer con los de Benedetti, las frases con las oraciones y los verbos con los adverbios. Y entonces aconteció el peor sacrilegio de todos: un alumno le corrigió una falta de ortografía. Fue ahí que decidió remendar esa situación tan lamentable.

La receptora de esos sentimientos tan confusos era una mujer coqueta, de mejillas prominentes, ojos celestes, cabellos de miel y fanática de Corín Tellado. Se trataba de la cantinera del liceo. De ahí que el otro gran problema del pobre profesor fue su repentino aumento de peso. Pero, si bien el pobre hombre iba todos los días a la cantina por sus tres desayunos, sus dos almuerzos y sus cuatro meriendas, de entre toda su gama de vocabulario de nivel literario no encontraba el justo para finalmente presentarse.

Porque el profesor Ramírez creía que las primeras palabras que pronunciara serían cruciales y marcarían su destino amoroso. En primera instancia pensó dedicarle un poema de Neruda pero inventar poemas rosados cualquiera podía y tampoco demostraba del todo su genio. También pensó en impresionarla con un ensayo sobre sintaxis pero eso no dejaría en claro su sensibilidad.

Sufrió ese gran dilema por unos cuantos días hasta que, de entre todo su armamento gramatical, encontró una sola oración que, según él, contenía toda su inteligencia, sentimentalismo y galantería.

El día de la verdad se apareció con un nuevo traje verde que desestabilizó a toda la institución. ¿Verde de qué? ¿De vida? ¿De esperanza? ¿De putrefacción? Mientras los alumnos y demás docentes lo vieron desfilar estupefactos cual orgulloso quijote desde la entrada del liceo hasta la cantina, se preguntaron seriamente si el fin del mundo no estaría cerca.

Ya frente al mostrador, la cantinera lo recibió con una de sus acostumbradas y plácidas sonrisas mientras quitaba la vista, de mala gana, de su Corín Tellado. El profesor se paró decidido como si fuera a enfrentar una docena de molinos y, al tiempo que terminaba de ajustarse la nueva corbata esmeralda, pronunció la tan preparada y exacta declaración:

-Querida cantinera, yo soy el objeto directo de su núcleo verbal.

De ahí en más, el profesor Ramírez se murió de hambre.

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