Revista Literatura

Prologo

Publicado el 10 abril 2011 por Persephone
La tierra comenzó a caer sobre el ataúd produciendo un ruido sordo. Los padres de la difunta sollozaban y el sonido llegaba a Anastasios, que permanecía impasible, mientras la tierra cubría el ataúd de su esposa. Sólo ellos tres habían acudido a dar el último adiós a Helena.  Los padres estaban sumidos en el más profundo dolor, pero Anastasios estaba allí por obligación. Se lo debía, aunque hubiese hecho algo tan terrible. Al fin y al cabo, ¿no la había empujado él a la locura? No, no había sido de forma intencionada, pero lo había hecho.Se habían casado cinco años atrás después de unos meses de noviazgo. Se conocían de toda la vida, al fin y al cabo, los padres de ambos eran socios en un par de negocios. Él, cinco años mayor, la había visto crecer y, ya en la adolescencia, había comenzado a perseguirlo, haciendo que los progenitores de ambos alzasen las cejas y comentasen medio en serio, medio en broma, que un matrimonio entre ambos sería de lo más provechoso. Claro que ninguno de ellos sabía de su homosexualidad. Sólo Helena lo sabía porque lo había seguido hasta el baño de un pub y lo había encontrado con el pene de un desconocido en la boca. Ella había salido horrorizada del baño y él la había seguido esperando convencerla de que no contase nada.  Lo habían educado haciéndole creer que las apariencias lo eran todo y no quería que nadie descubriese su secreto, aunque eso significase suplicarle a aquella adolescente medio histérica que le gritaba que estaba enfermo. Sin embargo, ella nunca había contado su secreto.Y entonces había comenzado a trabajar como fotógrafo, recorriendo cada conflicto bélico del mundo, con la esperanza de que Helena conociese a un buen chico y se olvidase de él. Pero no sólo no lo hizo, sino que estaba plenamente convencida de que podría  “curarlo” de su “enfermedad”. Ni siquiera el que hubiese pasado tres años de su vida viviendo con un hombre la ayudó a olvidarse de él.  Creía que el hecho de que llevase su convivencia y su relación de un modo tan discreto era síntoma de sus deseos de “curarse”, en lugar de reconocer que se comportaba de ese modo porque no quería que la prensa se enterase de que el heredero del imperio hotelero de Grecia era gay. No por él, sino por sus padres, que aunque habían aceptado al irlandés con el que convivía, no conseguían aceptar su homosexualidad. Y, cuando su relación se había ido al traste a causa de la distancia, lo habían convencido poco a poco de la conveniencia de casarse. Helena no había vuelto a hablar de “curarlo”, pero seguía dispuesta a casarse con él. Y Anastasios le había explicado bien lo que podía esperar de aquel matrimonio. Él nunca, jamás, se acostaba con mujeres y no lo haría con ella. Se había mostrado de acuerdo y habían seguido adelante con la farsa. Ni siquiera rompió el compromiso cuando lo encontró en pleno polvo salvaje con el irlandés en medio de la escalera de su casa de Agistri porque no habían tenido tiempo de llegar a las habitaciones. Faltaban un par de días para la boda y Anastasios dudaba mucho que no le hubiese afectado el ver que su prometido era montado salvajemente por el hombre al que ella tanto odiaba. Sin embargo no hizo ninguna escena, consciente sin duda de que de haberlo hecho, habría sido ella la que habría salido de la casa y no Colin. No, no había dicho nada, pero su intención de “curarlo” se había reforzado.Que las consecuencias de su matrimonio fuesen una esposa muerta y un hijo que luchaba por su vida en el hospital, no era fácil de digerir. Él apreciaba a Helena, le había dado todo lo posible y había intentado compensarla por las carencias que tenía su matrimonio. Y le había sido fiel, excepto la ocasión en la que se había acostado con Colin durante uno de sus viajes a Madrid. No se arrepentía de aquello, pero aparte de aquel desliz, siempre había mantenido sus necesidades a raya.  Y, cuando su hijo nació, tras donar su semen para que su esposa fuese fecundada (algo que le pareció muy frío, pero sus intentos de acostarse con ella no habían funcionado), toda su vida cobró significado. Ya  no había lugar para lamentaciones o para desear otro tipo de vida. Aquel pequeño trozo de su ser, de ojos grises como los suyos y pulmones dignos de una diva de la ópera, había pasado a formar todo su mundo. Con sus rizos dorados y su piel sonrosada era el motor que impulsaba su vida. La razón por la que se levantaba por la mañana y regresaba a casa por la noche.  Helena debería haberse mostrado feliz, puesto que al nacer el pequeño Alexander, Anastasios había dejado de viajar. Pero nada podía hacerla feliz y él debería haber visto los signos de locura que comenzaban a hacerse patentes en pequeños gestos, en el odio que parecía mostrar hacia su hijo, los celos enfermizos que sentía por éste. Pero no había sido consciente de nada de eso porque estaba demasiado emocionado con el nuevo integrante de su pequeña familia. Disfrutaba llevándolo consigo a cualquier lugar y el bebé gorjeaba de placer cuando tenía a su padre cerca. Como Helena se negaba a darle el pecho, él le daba el biberón, sintiéndose maravillado por aquel pequeño milagro. Y creía que todo iba bien, hasta que llegó el regalo de Colin. No había en absoluto mala intención en aquel  regalo, un álbum de fotos con el nombre del niño grabado en la chapa de plata de la cubierta, igual que en el diario del bebé que no sólo llevaba el nombre del niño grabado igual que en el álbum, sino que también llevaba la fecha de nacimiento. Era un detalle para conmemorar la reciente paternidad de su ex, pero los celos cegaron a su esposa, que tiró el regalo por la ventana, acusándolo de mantener todavía una relación romántica con el irlandés y ni siquiera pudo convencerla de que todo había terminado y que Colin tenía pareja. Las cosas se deterioraron aún más, si eso era posible y la niñera le manifestó el miedo que tenía de que  Helena lastimase al niño. Había intentado ayudarla llevándola a psiquiatras que le habían cobrado mil euros por sesión, la había llevado de viaje, pero nada de eso había servido de nada.  Se había mostrado tranquila y Anastasios estaba convencido de que había vuelto a la normalidad. Pero, cuando tres días antes la había encontrado intentando ahogar al pequeño Alex en la bañera, la apariencia de normalidad se había derrumbado. Había corrido a rescatar al niño, apartándola de un empujón. Mientras gritaba a los sirvientes que llamasen a una ambulancia y trataba de reanimar al pequeño, ella se arrojó por una ventana. Había conseguido reanimar al niño, pero ahora mismo su hijo, su vida, estaba luchando por sobrevivir. Y él estaba allí, no por amor o porque ella fuese su esposa, sino porque le debía al menos eso. La prensa esperaba a unos cuantos metros, incapaz de pasar el cordón de seguridad, frotándose las manos con la tragedia y saboreando el hecho de que nadie más que sus padres y su esposo hubiesen acudido al sepelio. Anastasios ni siquiera sabía cómo se habían enterado del suceso. Probablemente alguien de la casa lo había filtrado. En realidad, poco le importaba. Si su hijo no sobrevivía, nada más tenía importancia.Esperó a que los padres de Helena abandonasen el cementerio porque no quería parecer irrespetuoso. Ellos pasaron por su lado sin dirigirle la palabra. Lo consideraban culpable de lo que había sucedido, incluso de que su nieto estuviese en el hospital. No se lo reprochaba. Ni siquiera sabían la mitad de lo que había sucedido en el matrimonio, así que no veía mal que lo culpasen de la muerte de Helena, porque se sentía lo suficientemente miserable como para darles la razón. No debería haberse casado con ella, para empezar. Pero lamentarse ahora no servía de nada.  Ya tendría tiempo de hundirse en la miseria si el niño no sobrevivía.Tras esperar un tiempo prudente, abandonó el cementerio, apartando educadamente a los perros de la prensa, cuando lo que deseaba era  pelearse con todos ellos hasta descargar la rabia que lo consumía. Rabia y culpabilidad.  Cuando consiguió llegar a su coche, suspiró aliviado. Alguien le expresó sus condolencias y  le transmitió su deseo de que Alexander se recuperase. Le dio las gracias y cerró la puerta. Arrancó y se alejó de allí, sabiendo que tanto si lo seguían como si no lo hacían, encontraría más periodistas en la puerta del hospital. Mientras conducía, se quitó la corbata y la arrojó en el asiento del acompañante y luego se miró en el retrovisor.  Si no tuviese un hijo, en ese momento estaría saliendo de Grecia rumbo a ninguna parte. No lamentaba en absoluto ser padre, sólo lamentaba que su hijo creciese sin su madre y haber sido el culpable de la  muerte de ésta. Aparcó frente al hospital y de nuevo se abrió paso entre los periodistas que lo atosigaron hasta que el guardia de seguridad salió a ayudarlo. Corrió escaleras arriba hasta llegar a la planta donde estaba su pequeño. Necesitaba descargar adrenalina y nada mejor que hacerlo de aquel modo. La otra opción, una buena pelea, estaba fuera de toda cuestión.Llegó a segunda planta cansado y acalorado. Se quitó la chaqueta y se remangó la camisa por encima de los codos. Se dirigió con paso presuroso hasta la sala de descanso, donde su madre lloraba. La escena le hizo temer lo peor. Le pareció que su corazón se detenía y que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Se apoyó en la puerta, temiendo derrumbarse y, en ese momento, su madre alzó la mirada y lo vio. Le dedicó una trémula sonrisa.-   Está bien. – Le dijo entre sollozos – Alexander está bien.Las piernas no lo sostuvieron cuando el alivio invadió su cuerpo. Cayó de rodillas y se echó a llorar. No pudo evitarlo. No había sido capaz de soltar una sola lágrima desde que había encontrado la dantesca escena en el baño, pero ahora parecían haberse liberado sin que pudiese contenerlas. Alguien lo abrazó. No supo quién. Se aferró al cuerpo y lloró de felicidad, de alivio, de dolor. Se había derrumbado. Por primera vez en su vida él, Anastasios Chrysomallis, se había derrumbado. Cuando  se recuperó, se levantó y buscó al médico. No le habían permitido ver al niño desde que lo habían ingresado. Él había permanecido en el hospital día y noche, excepto porque aquella mañana había ido a casa a ducharse y cambiarse de ropa para el funeral, esperando que su pequeño se recuperase y llevárselo a casa cuanto antes.  Y por fin se acercaba el día. 

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