Este 8 de enero amaneció con un leve goteo que ni siquiera alcanzaba a molestar a los gatos. Mientras caminaba al trabajo me dí cuenta que había tirado por el inodoro todos los rituales de año nuevo: no había escrito la lista de intenciones, no había comido las doce uvas, no había saltado la soga, no me había puesto ni la bombacha roja para el amor ni la amarilla para la prosperidad -más que bombacha amarilla necesitaba un body painting-, tampoco me había comprado una prenda nueva, y encima estaba haciendo todo para el orto, o eso me parecía y hasta que escuché a mi amiga decir “lo que estás haciendo es maravilloso” no me calmé. Necesitaba una cómplice. En realidad necesitaba un séquito de cómplices, porque así de insegura me pongo a veces.
En alguna parte leí que la primera semana es algo así como un espejo de lo que vendrá el resto del año. Haciendo un paneo muy superficial, un resumen, lo primero que pensé fue “la cagué”, estoy al horno con papas, el resto del año será un desastre. Me dediqué todo el día 7 a autocastigarme con todos los juguetitos que tiene el protagonista de 50 Sombras de Grey en el cuarto rojo -sola, claro- hasta que dije: el año empieza cuando yo quiero, y las uvas me las como cualquier día y a cualquier hora, porque para hacer todo bien, están los demás.
Después de todo me encanta lo que dice Neil Gaiman en una lista de deseos para año nuevo que escribió en el 2012: “Espero que en este año que comienza cometas más errores. Porque, si estás cometiendo errores, significa que estás haciendo cosas nuevas.”
Entonces, ¿Por qué querer sacarme un diez justo ahora? El diez ¿para quién es? ¿Quién le pone puntaje a mi vida?
“Que no me pierda” dice un tema de esos pegatinosos que pasaban una y otra vez en la radio hace unos años. Que no pierda mi esencia, que no me pierda, que siga siendo yo, aunque todo parezca un desastre. Desastre es querer encajar y no ser.
Patricia Lohin
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