Revista Fotografía

¡Que tiempos aquellos! Por Max

Publicado el 21 septiembre 2011 por Maxi

SOTRES

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Sin duda eran otros tiempos, entonces el cura era el gobernador en plaza del pueblo, y asistir a misa los fines de semana, era poco menos que una obligación de todos sus habitantes, fuesen estos creyentes, y en caso de los tibios… ya que por supuesto ateos –por orden expresa del Caudillo, que previamente se había encargado de segar de raíz esa mala cizaña ¡y a conciencia!- Así que de ese género de descreídos, no quedaba ni uno solo ¡faltaría más! Aparte fuere que a los pocos que flojeaban un poco en la fe, les interesase con más y mejores razones el guardar las apariencias; no en vano los informes del orondo y coloradote sacerdote solían llegar con regularidad, al Cuartel de la guardia civil y ¡hay del que fuese pillado en un renuncio! Pronto era llamado a capítulo, e invitado a pasar por el cuartelillo y luego los quejidos… por no decir el llanto y castañear de dientes, solían oírse a bastante distancia, del tenebroso caserón.

El encargado de Dios en la tierra, encaramado en un pequeño púlpito, que ante la vehemencia del predicador, amenazaba por momentos con venirse abajo, escupía atropelladamente, gesticulando con gran energía entre pequeños y acompasados eructos… -hay que decir en su descargo, que debía atender varias parroquias, en la mañana, y con tanto levantamiento de copa, no era de extrañar, que para la misa de la una, anduviese un poco cocido y que se le viese en el púlpito un tanto inseguro en mantener la vertical y con el color del rostro subido y un tantín acalorado- El caso es que se le inyectaban en sangre los ojos, y lanzaba por ellos rayos y centellas, como guadaña de segador en medio de la rociada, a las seis de la mañana, tronchando con inusitado brío un campo de amapolas; los últimos párrafos de su sermón, repartían mandobles en todas direcciones –sobretodo a la siniestra- amenazas de fuegos y condenas eternas, que pasaban como flechas incendiarias, por encima de las negras mantillas de las arrodilladas campesinas, de los finos pelos blancos de los mas viejos –que recogían la boina en la mano- y de las greñas ensortijadas y enmarañadas de los recios campesinos en edad de trabajar, y que dentro de muy poco, haciendo caso omiso de la prédica, aparejarían la yunta de vacas, para disimuladamente y con el temor en el cuerpo de un criminal que profanaba el día del Señor, disponerse a atender la huerta y sembrar con el arado romano, la previamente esponjada tierra, sin tener en cuenta las órdenes y consejas impartidas por don Jesús, y es que la simiente no sabía de días sagrados, y ellos lo tenían claro y bien aprendido, cuando: era tiempo de semar, había que semar, y dejarse de monsergas, por muy santas que estas fueren.

Era un día de mayo con aire calentucio, y aunque las napias de don Jesús no estaban en las mejores condiciones de apreciar el olor a cuadra que fermentaba aquella iglesia pueblerina, atestada hasta los topes, por aquesta nutrida y aguerrida recua de feligreses, que daban un cierto husmillo a res vacuna, si bien quizá la mayor culpa del pestazo ambiente, se debiera a unas vacas que moscaban tumbadas a la sombra que propiciaba la alta torre de la iglesia, sobre un prado lindero, y de donde también llegaban sus mugidos que venían a amenizar y dar acompañamiento a la sagrada eucaristía –toques de esquila incluidos- Terminaba el sermón haciendo un repaso a las cuitas del rebaño, anunciando que después de la reciente muerte de la piadosa vecina doña Eufrasia, su afligido marido no tenía quien le cuidase y por tanto él como buen amigo de la difunta y del desconsolado viudo, aprovechaba para proclamar que don José necesitaba con urgencia, una joven criada trabajadora y decente, rogando que se abstuvieran algunas que él se sabía.

El pórtico de la entrada al venerado recinto, aquel día estaba muy concurrido, en el se apiñaban un buen montón de feligreses, a los que de vez en cuando llegaban espaciadas rachas de tibia brisa. Eran vecinos que llegaron un poco tarde, y por tanto no pudieron entrar, o eran menos fanáticos o bien como se estaba más fresco… seguían la sagrada eucaristía, tras la gran puerta abierta. Por otra parte, para compensar tanta calor humana interior, de vez en cuando se colaban agradables aromas silvestres que a duras penas lograban penetrar hasta el fondo, moviendo al paso: mantillas, cintajos y haciendo temblar las amarillentas llamas de los cirios, que escoltaban los santos y las vírgenes de añeja madera, colocados en sus pedestales a ambos lados de la oscura nave.

Don Jesús era un cura muy campechano y pese a que las malas lenguas decían que durante la guerra había usado pistolón al cinto y no había tenido demasiados remilgos en apretar el gatillo, por supuesto cuando se vio obligado por las hordas marxistas –que se sepa- nunca a nadie había amenazado con su arma… –del género femenino no es ahora ocasión de ocuparse- Si bien en el púlpito animado seguramente por los efluvios espirituosos, solía explayarse y tratar los asuntos -divinos y humanos- de la comunidad, con abonda (bastante) vehemencia, sin que nadie se atreviese acusarlo a la cara, de haber dado un solo mal consejo, a sus fieles ovejas.

Nicolás era en cambio un antiguo ateo que había sobrevivido oculto en las catacumbas y aunque asistía con regularidad a misa, más bien era por: “la cuenta que le tenía” y pa no señalase, si bien las cosas de la iglesia las consideraba como pendejadas de muyeres y berrones; y ya que le facía a menudo la rosca al cura, que menos que le sirviese para sus intereses. Tenía una hija no demasiado espabilada, pero era trabajadora y bien enseñada. Especulaba, después de oír la demanda del cura, y estaba convencido, que si acertaba a jugar bien sus cartas, el puesto sería pa la su fía, con lo que podría asegurar el futuro de ella, el de la parienta y el suyo propio, amén de un provechoso y regalado retiro, no en vano don José tenía fama de rico y tener el riñón bien forrado.

Las cavilaciones del final de la misa, le volvieron a Nicolás cuando sentado a la mesa, en una modesta casucha, situada en los límites del pueblo, al pie de un molino, esperaba que su esposa calentase en el fogón la pota, mientras su hija Adela sacaba del aparador, platos y tazas y los distribuía en la mesa sobre el raído mantel. Después de todo su hija aunque estaba a punto de trascantiar la treintena era joven abondo (bastante) y si bien quizá pecaba de simple, tenía buen humor, era mandada y frescachona, y aunque había sido abandonada hacía unos años, por un mal mozacu, quedando un poco resabiada y resentida, quizá esa misma simpleza, sería su mejor recomendación –al cura don Jesús ya se había ocupado por la mañana, de trabajarlo para tenerlo de su parte- Al hilo del pensamiento, dejó caer, dirigiéndose en especial a su señora:

— Después de la petición del cura en el sermón de la mañana y visto que don José nun se lleva bien con los sus parientes, sería importante tar al quite, y nun desaprovechar la oportunidad de prosperar. -Y continuó dando forma a su pensamiento:

—Tal vez sin tardanza –antes que alguien se nos adelante- debiera dirigirme mañana bien ceu (temprano) a casa de don José, para ofrecerle la nuesa fía, ahora al estar viudo hay posibilidad cierta de sacar tayada.

Mientras la mujer sin decir nada, colocó la cacerola roja en medio de la mesa, que al ser destapada, de entre aquel cocido a lo pobre, se dejó escapar una columna de humo que llegó al techo con olor a patatas cocidas y que aparentaban estar entre solteras y viudas. No obstante ante las palabras de su esposo, quedó pensativa… terminando por comentar:

— Nun ye mala idea –dijo la mujer, mientras se revolvía hacia su hija que no abrió la boca.

—Adela, mañana bien temprano te preparas de fiesta e irás con tu pá, a casa de don José pa quedar allí de criada. ¡Guárdate bien de obedecerlo en todo cuanto te pida u ordene!

Terminaron de cenar y fuéronse a dormir, estando tumbados en la cama al poco el padre -que algo le rucaba en la cabeza- preguntó de improviso:

—¡Oye neé! A la nuesa fía comerái el quiquiriquí

—Aunque paezca un pocu fata, esté sola y nun tenga mozo ahora, el quiquiriquí seguro que y come comu a todas, y estando en plena mocedad, comu a la que más.

—¡Entonces, Tranquilízasme bastante! nun hay nada que temer.

—Tu que la entiendes meyor, recomiéndai, que nun se niegue a nada. Prepárala y alecciónala en tolos detalles, nun vayamos echar a perder la conquista de ese rico viudo, hombre cabal, y aunque sea un poco tayudo, más que apropiado pa la nuesa fía, y de paso la salvación pa nos, por unos remilgos inoportunos. -Como díz el conocido cantarín:

Castigo de Dios merece
la mujer que nun lo da,
el home cuando lo pide
ye que tien necesidá.

Bien temprano padre e hija con paso decidido se dirigieron al vecino pueblo, donde en un caserón cercado con alto muro de piedra, vivía don José, de sus rentas y a cuerpo de Borbón. Era esta una residencia campestre medio señorial, de las que solían construir por aquel tiempo, los labradores ricos, con los perros atados debajo de los manzanos del corral. En principio estaba retirado de su profesión, aunque no le hacía ascos a un negocio que se le presentase de improviso, si la rentabilidad estaba asegurada.

Don José aparentaba cincuenta y pico de años, se diría que era forzudo, resistente y sanguíneo, medio campesino, era también un poco obeso o más bien panzudo, jovial, picardioso y amigo de chanzas y requiebros; como buen tratante de reses, estaba acostumbrado a adivinar en la cara de su oponente, sus ocultas intenciones. Habituado a lidiar con todo tipo de reses, invirtiendo bien sus ganancias se había hecho con un buen patrimonio. Tenía fama de fogoso y de tomar culinos de sidra como si fuese agua, eso sí por la mañana la copa de orujo -pa desayunar- era más que sagrada.

Recibió a la pareja sentado a la mesa y teniendo delante su habitual copa de orujo, invitando a Nicolás a un trago de licor que el mismo se encargó de servir en un diminuto vaso. Aunque presentía el negocio que los traía a su casa, no dejó de preguntar con su vozarrón:

—¿Qué se le ofrece hermano?

Fue el padre quien respondió:

— Esta ye mi fía Adelaida y como ayer el cura dijese en el púlpito, que necesitaba una criada, venía a ofrecérsela.
El hombre miró a la muchacha con ojos escrutadores y en un segundo sopesó pros y contras, midió y adivinó carencias y virtudes, preguntando sin más rodeos:

—¿Cuántos años tién la cordera?

—Va pa treinta en la Seronda, y ye limpia, trabayadora y muy mandada.

— ¡Trato hecho! Le daré trescientos reales al mes y la comida.

Al día siguiente Adelaida llevando en la cabeza muy presentes, las últimas recomendaciones de sus padres, sobre todo la que más le habían recalcado: “No negarse a nada, y estar dispuestas a hacer todo cuanto se le pidiera”

A decir verdad el viudo, entre la enfermedad y la posterior muerte de su esposa, llevaba demasiado tiempo durmiendo solo, sin compañía de hembra, juzgando que sería de tontos, el no aprovechar a su joven criada para tratar de dormir caliente. Así que se dirigió a ella con cierta malicia en el semblante, en estos términos:

— ¡Vamos a dexar las cosas claras! Tu aquí yes la criada, la criada na más ¿Entiendes? Y nada de xuntar las mexaderas.

No se sabe si lo decía con ánimo de sentar las bases de su futura relación, o más bien con la oculta pretensión de sondear la disposición y hasta donde podía llegar con la rapaza.

—Sí don José, mira que nun ye guasón ni nada ¡lo que usted diga!

La primera noche no pasó nada, aunque Adela tenía el presentimiento que algo tramaba el viejo, por los comentarios y las miradas que le dedicara en la cena y no iba muy descaminada al recordar la cancioncilla:

Bien sé que estás en la cama,
bien sé que no duermes, no,
bien sé que tienes la mano
donde el pensamiento yo.

La segunda noche, eran altas horas de la madrugada y ninguno de los dos dormía, Adela mirando al techo sintiendo rebullir la cama del viudo, acompañaba el pensamiento con la conocida cancioncilla:

A ti te lo digo, viejo,
a ti te lo digo, atiende,
el carbón que ha sido brasa
con poca lumbre se enciende.

A la tercera noche estaba Adela a punto de dormirse, cuando le llegó nítido el vozarrón de don José:

— ¡Adela, sube rediós! -continuando en cuanto la criada asomó la cabeza por la puerta:

—Ya estuvo bien de dormir solo. A partir de güey esta será tu cama y si no estás de acuerdo, ya te puedes ir largando, no te necesito.

Y desde aquel día, cuando llegaba la hora en que los gatos andan por el desván detrás de las gatas, no dejaba de cantarle:

¡Adela!
tengo la pixina mala,
los coyones tán de luto,
abre las piernas, rapaza,
ya entiérrame este difunto.

Y tanto fue y fue, el cántaro a la fuente…

Habían pasado seis meses cuando Adelaida estando de visita en casa de sus padres, este siempre observador la miró con detenimiento, ya que había notado a su hija un poco más gruesa que de costumbre, le iluminó la cara media sonrisa al cavilar… preguntando de sopetón:

—¿Tu no estarás preñada?
Ella se puso colorada y respondió:

—¿Qué dices pá? ¡No creo, no, supongo que no!

— ¿Vamos a ver fía? ¿desde cuando duermes en la cama del viudo?

Tuvo que terminar confesando que desde el tercer día, la cosa estaba clara, no había lugar a dudas. En aquel instante llegaba la madre. El marido le explicó, sin señales de enfado en la voz:

—Ahí donde la ves, tu fía está preñada.

En un principio la madre dejándose llevar por su condición de depositaria y fiel guardiana de la honra y virtud de la hija, la trató a la baqueta, levantando la voz con insultos grueso como: ¡felpeyu! ¡arrastrada! y hasta de ¡puta!. Después recapacitó un tanto y ante el toque de atención y reconocimiento de su esposo de cierta parte en la culpabilidad, ya que en el fondo ellos habían sido más que responsables, no en vano la habían alentado y poco menos que empujado a aquella casa, con la secreta y no confesada esperanza, de que lograra cazar al viudo.

— Nun ye hora de reproches, ye la de tratar de resolver el asunto –con don José- de la meyor y de la más favorable de las maneras posibles. ¿Me entiendes?

En la plática del día de Reyes el orondo sacerdote don Jesús, anunciaba satisfecho desde el púlpito el compromiso y las amonestaciones de don José Villaverde Prendes con la señorita Adelaida Rodríguez Peláez.

En adelante, el antiguo tratante se sintió satisfecho de poder contar con el calor de la joven en la cama, para encarar las crudas noches del frío invierno, los padres se frotaban las manos y la criadilla que se había convertido en señora, más.

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PLANTANDO EL PALO DE LA FIESTA EN SOTRES

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