Revista Literatura

Relato: Señor Presidente

Publicado el 02 octubre 2016 por Cabaltc

El otro día al despertar hice lo que tantos otros días he hecho: leer el periódico. Todo parecía girar en torno a políticos que hacen una cosa, dicen otra y no piensan en por qué hacen ni lo uno ni lo otro. Políticos que no trabajan para contentar y representar al pueblo, sino para ostentar uno u otro cargo. Políticos que discuten que el blanco es rojo, que el azul es verde o que el naranja no es un color. Políticos que no tienen la honradez ni la decencia de saber decir la he cagado, de dar un paso a un lado o de trabajar junto con las personas del partido contrario para conseguir sacar adelante un país.

Este es mi pequeño homenaje a su excelentísima labor.

Señor Presidente

—Doctor Haarg, ¿está usted seguro de lo que va a hacer?

El silencio fue toda la respuesta que escuchó el presidente.

—Doctor Haarg, sé que está usted ahí y que puede escucharme —insistió el presidente—. ¿Le importaría dejarme pasar y explicarme cuáles son sus motivos para… esto?

El presidente siguió sin recibir una respuesta del otro lado. Miró en derredor, buscando consejo o apoyo en alguno de los miembros del gabinete. Sin embargo, lo único que pudo ver fue a los dos agentes del servicio secreto que le flanqueaban. Sus caras no reflejaban nada. Tan solo eran unas caras cuadradas cuyos músculos se marcaban por el intenso esfuerzo que estaban haciendo.

No tenía más escapatoria que la de conseguir hacer entrar en razón a Edmund Haarg.

—Edmund, por favor, no lo hagas… —la voz se le quebró al pronunciar aquellas palabras.

Apoyó las palmas de sus manos contra la fría superficie metálica que tenía delante y dejó caer su cabeza hasta que esta golpeó la puerta con timidez.

—Edmund…

—¿Ahora te arrepientes señor presidente? —respondió una voz sibilante desde la distancia.

Los agentes se cuadraron todavía más y miraron hacia atrás, al jefe de las fuerzas armadas, en busca de una confirmación no verbal de sus órdenes.

—¡Mierda Edmund! —gritó el presidente mientras golpeaba la puerta metálica de su propio búnker con todas sus fuerzas—. ¡Abre de una maldita vez!

—No señor presidente, tú y tu grupo de titiriteros vais a contemplar desde ahí dentro el efecto de vuestro ansia por dominar y controlar el mundo que os rodea.

El rostro del presidente se cubrió de sudor y sus piernas comenzaron a temblar. De no haber estado sujeto contra la gruesa puerta metálica de acceso al búnker presidencial habría acabado en el suelo.

—Nosotros no quisimos que hicieras esto —balbuceó—. La petición no fue esa. ¡No fue eso lo que propusiste! Ni siquiera fue eso lo que aprobó el gabinete.

Los ministros se revolvieron incómodos en sus asientos. Nadie en la sala quería cargar con la responsabilidad de lo que estaba a punto de suceder.

—Vosotros queríais un sistema de alteración genética masiva que os permitiera controlar los impulsos… violentos de la gente —comenzó el doctor Haarg a decir a través de los altavoces del búnker—. ¡Queríais anular la voluntad de la población para aseguraros un mandato eterno!

—No fue eso lo que…

—¡Cállate! No tienes derecho a cuestionar mis actos —el brote de ira remitió y el doctor continuó hablando—. Queríais eliminar toda respuesta violenta de aquellos que atentan contra vuestra soberanía. Lo único que hice yo fue extender la inoculación del virus hasta hacer justicia. ¿Por qué solo unos pocos países debían ser objeto de una purga de especímenes violentos? Con esta nueva cepa tendréis lo que vinisteis a buscar.

—Todavía hay tiempo para que demos marcha atrás… No puedes… —una mirada del ministro de asuntos exteriores le hizo rectificar—. No podemos desencadenar un genocidio de estas proporciones. Tienes que cancelarlo. ¡Esto no es lo que acordamos!.

—¿Qué mejor manera de anular los instintos violentos de una persona que erradicándola de la faz de la tierra? Quisisteis modificar el comportamiento del ser humano, eliminar de él su posibilidad del libre albedrío…

—¡Y tú quieres aniquilarlos! —estalló el presidente—. ¡Por el amor de Dios!

—No, yo os di un informe muy exhaustivo en el que os detallaba la única manera que se me ocurrió para hacerlo. Que vosotros decidierais correr el riesgo de plantearos siquiera esa opción dice mucho de vuestra calidad moral como personas y muy poco de vuestra capacidad de liderazgo —hizo una pausa—. Aunque no utilizase los términos «aniquilar» o «erradicar» sí que utilicé unos sinónimos bastante más elocuentes. ¿Tan obtusos sois que no os disteis cuenta?. Los datos estaban ahí. Los datos están ahí. Los resultados de la inclusión de genes suicida en sujetos vivos también están ahí. Y siempre tuvisteis delante los efectos de la activación de esos genes suicida. Fuisteis vosotros los que quisisteis interpretar esa información a vuestra manera. Así que… ¿quién tiene la culpa de esto? ¿El diseñador de la bomba o el que la colocó y apretó el botón?

—Solo mencionaste una mortalidad del 0,00005% de personas expuestas… —el temblor en la voz del Presidente era cada vez más acusado.

—Ahí radica la estupidez de todas las decisiones que tomáis. Ni siquiera leéis lo que dicen las palabras que tenéis delante, solo lo que vosotros queréis que digan. Esa mortalidad afecta únicamente a las reacciones secundarias en la población que no asimila el gen suicida. Al inicio del informe os expuse con total claridad que los efectos del gas eran satisfactorios en un 99,99%.

El silencio reinó en toda la sala de mando del búnker presidencial. Alguno de los miembros del gabinete comenzó a sollozar al ser consciente del desastre que habían desencadenado.

—Doctor Haarg, Edmund, por favor… Hemos comprendido nuestro error. Convocaremos elecciones, dimitiremos todos, abandonaremos cualquier cargo, dejaremos la política… —suplicó—. Mierda, haremos público todo el escándalo si es eso lo que quieres pero, por favor, no liberes el agente activador.

—Ya es tarde señor Presidente. El agente fue liberado hace una hora tal y como vosotros decidisteis —respondió con sarcasmo—. Enhorabuena señor, ahora podrás reinar como dueño y señor de un montón de cadáveres.


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