Revista Diario

Ruso para pobres

Publicado el 08 marzo 2014 por Kaktus

Cuando era pequeña leí un cuento que estaba contenido en una antología para niños de cuentos populares rusos. Se narraba la historia de un señor rico que pasaba todos los días delante de un mendigo. Un día, queriendo ayudar al mendigo, le compró una vaca. Varios días más tarde, se volvió a encontrar con el mendigo que había retomado su actividad mendicante: la vaca había muerto. El señor rico, inasequible al desaliento, le compró entonces una casa al mendigo. Varios días más tarde, encontró al mendigo en el mismo punto de mendicidad: la casa se había quemado. Así, el rico optó por la vía más directa, y le dio un caldero lleno de oro. Al día siguiente, lo encontró muerto: unos ladrones le había robado el oro y lo habían matado. Como el rico se preocupaba por él, le pagó el funeral. Al embalsamarlo, le encontró en el bolsillo una nota que decía: “yo pobre lo quise, tú rico lo quieres. Resucítalo si puedes”. La firmaba Dios.

La misma antología te explicaba la moraleja diciendo que este señor rico había intentado cambiar lo que era la voluntad de Dios, y por eso había fracasado. No entraré aquí en la crueldad de ciertos libros que leíamos de pequeños, pero el hecho es que aquel relato se me quedó grabado. Cuando lo leí no me paré a meditarlo demasiado, fundamentalmente porque no debía de tener ni diez años, y esa edad me parecía que todo lo que se decía en los libros, desde la Biblia hasta el Zipi y Zape, era Verdad Revelada.

Estos días sigo recordándolo, y sobre todo me cuadra el hecho de que fuera un cuento ruso: allí también son ortodoxos.

Z. tiene diez años y una malformación en las manos: tres de los dedos están unidos por el extremo opuesto a la palma de la mano. Aparentemente, bastaría cortar la unión y, aunque igual no perfectos, sí que tendría más capacidad para hacer cosas con esa mano. Sus padres son los dos seropositivos y, escudándose en eso, hace años que se niegan a trabajar y reciben ayuda de varios proyectos. En la parte positiva, eso debería dejarles bastante tiempo libre para dedicar a sus hijos.

Hace años que lucho con ellos para que vayan al centro de salud a que les hagan el volante para el hospital público del barrio, donde sí hacen cirugía ortopédica. Por el momento, nadie ha hecho nada y, conforme Z. crece, la mano más se atrofia. La semana pasada solicitamos cita para varios niños con problemas parecidos en un hospital privado. Hoy por la mañana, todas las madres con sus hijos tenían cita para venir a las siete. A las siete y media ha partido el grupo con un voluntario extranjero que conducía el coche del proyecto y los acompañará durante todo el día. Z. y su madre han venido a las ocho. Yo he llegado a las ocho y media, y me los he encontrado diciéndole a la enfermera que habían llegado tarde porque el grupo se ha ido a las seis, y ellos tenían hora a las siete. Allí he intervenido, y he puntualizado que realmente el grupo los había esperado media hora antes de irse. También he matizado que nosotros habíamos pedido la cita, poníamos el coche, el chófer, el acompañante y habríamos pagado la consulta. Ellos sólo tenían que llegar a tiempo.

“ Y entonces, ¿qué hacemos?”, me ha preguntado la madre. “Lo que hubieráis tenido que hacer hace años: os vais al centro de salud, que os hagan el volante, y pedís cita en el hospital del barrio”.

_No pienso hacerlo

_ Pues así se va a quedar el niño

_ Será la voluntad de Dios

Allí la he hecho pasar a la oficina (no me parece de buena educación gritar ourdoors), y le he dado la consabida charla sobre la confusión entre la voluntad de Dios y “no me sale de los huevos mover un dedo”.

A nadie se le escapa que una parte importante de las posibilidades de mejora de una persona, en cualquier ámbito, se basa en la capacidad para distinguir las oportunidades que se presentan y saberlas aprovechar en tu propio beneficio. Todo ello (ver las oportunidades, actuar para aprovecharlas…) requiere de un esfuerzo. Y ese es el problema por aquí: cuando pides un mínimo esfuerzo, a veces no lo encuentras.

Obviamente, no creo que la voluntad de Dios sea que esta señora sea estúpida integral o que su hijo tenga que pagar una y otra vez su falta de interés. La pregunta que queda siempre en el aire es: ¿hay que volver a intentarlo? ¿Tenemos que volver a intentar llevar al niño al hospital? Porque en el hipótetico caso de que sí se presenten a tiempo a una nueva cita, y de que el cirujano acepte operar al niño, el niño va a necesitar que alguien pase con él varios días en el hospital, y que alguien le acompañe a rehabilitación durante varios meses. Si no podemos garantizar la correcta rehabilitación, muchas de estas operaciones de cirugía ortopédica resultan dolor inútil para los niños. La opción que a su madre se le presenta como evidente es que nosotros nos hagamos cargo de todo. Pero es que yo trabajo diez horas al día y tengo también una hija, y ella y su señor marido, aunque tienen más hijos, se pasan los días mano sobre mano. Y el hijo es suyo, coño.

Y lo peor es que en estas situaciones las madres y yo nos envolvemos en una negociación absurda que tiene como moneda de cambio e instrumento de chantaje lo único que ellas tienen y que a mí me interesa: sus hijos. En los casos más extremos, la salud de sus hijos. Lo más peor de lo peor es que sé que ellas siempre llevarán la apuesta más lejos, llegarán más al límite, hasta que algo, la salud de sus hijos, o nuestra compasión, ceda al chantaje. A veces sientes que te encuentras pequeñas notitas en los bolsillos de los cadáveres de estas discusiones. Tus notitas dirían “¡pardilla!, has vuelto a caer”. Y a lo mejor también las firmaría Dios.


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