Revista Literatura

Santo remedio

Publicado el 04 febrero 2011 por Blancamiosi

SANTO REMEDIOLasierra peruana tiene riscos, hielos eternos en sus cumbres nevadas, el climaseco, el cielo azul y un frío que penetra en los huesos aunque se usen anoraks.Para ese clima es preferible ropa de lana de alpaca y los famosos ponchos,cubrirse la cabeza con loschullosy usar guantes tejidos igualmente, delana. Los indios —llamados así por culpa de Cristóbal colón—, parecen inmunesal frío o al cansancio. Corren, juegan futbol, y respiran sin esfuerzo, peroyo, a una altura de casi cuatro mil metros tenía un dolor de cabeza que ya nopodía soportar, y todo porque deseaba internarme en las serranías, conocer decerca la vida de aquellas gentes que al llegar a la capital parecían parte deuna decoración anacrónica y perturbadora, porque eran tratados como un estorbo,porque los limeños a pesar de no distar mucho de ser fisonómicamente iguales aellos se creen superiores, y porque es el legado que nos dejó el virreinatoespañol. «Somos criollos», dicen con orgullo, como si serlo mereciera unamedalla.
Agotado, fui a la camioneta de doble tracción que había alquilado y me sentéante el volante. Una indiecita, lo digo en diminutivo porque era bajita, se meacercó con una taza de peltre.
—Tome, patroncito.
Con cierto asco miré el líquido de color marrón verdoso que me ofrecía. La tazatenía visos de haber sido utilizada varias veces; tenía los bordes manchados.
—¿Qué es?
—Coca. Agua de coca. Es buenapalsoroche.
Sus ojos negros almendrados se me antojaron los más bonitos que había visto.Solo por eso recibí el brebaje. Lo tomé de un solo sorbo hasta el final para notener que arrepentirme. El líquido tibio pasó por mi garganta y le devolví lamaltrecha taza.
—Gracias.
Una sonrisa de dientes blancos transformó su rostro y me fijé que su piel decolor canela hacía juego con su cutis suave, sin imperfecciones.
—¿Quieres subir? —pregunté.
—¿Adónde, patroncito?
—Pues a la camioneta.
La muchacha dejó de observar el cerro cercano y me miró con cierta picardía.Abrí la puerta y ella subió. Empecé a sentirme mejor, creo que por efectos delagua de coca. Dentro hacía un clima agradable. El parabrisas empezaba aempañarse.
—¿Cómo te llamas?
—Antonia Quispe, para servirle.
—Yo soy Alex. —Tendí la mano y ella la apretó gustosa. Sentí su piel calientecomo un alivio a mis huesos y la retuve más tiempo del acostumbrado. Antoniapareció darse cuenta y puso su otra mano sobre la mía. Sorprendido, miré surostro y capté sus deseos. Caía el sol ocultándose tras uno de los tantoscerros que nos rodeaban y la gente empezaba a retirarse. Las llamas y alpacasen un rebaño desordenado desaparecieron tras un recodo siguiendo a sus dueños yquedamos solos y en silencio.
—¿Son tus parientes?
—Sí. Mitaitay mis hermanos Juanito y Nepomuceno.
—Ah. —No hallaba qué más decir. Un calor en mi bajo vientre empezaba a nublarmis pensamientos y solo podía concentrarme en sus labios, sus ojos negros y susademanes. Se quitó la gruesa chompa de lana que cubría una también gruesacamiseta y dejó al descubierto dos pechos esplendorosos. Lo demás se lo puedenimaginar, no necesito contarlo. Desde ese día cada vez que alguien me ofreceagua de coca la recibo sin aspavientos. La última vez fue un chico un pocofornido, pero no me importó.
B. Miosi

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