Revista Diario

Se aprende

Publicado el 12 diciembre 2016 por Kaktus

Hace siete u ocho años fui un día a las oficinas de Inmigración de Addis Abeba. Allí me encontré un grupo de familias españolas envueltos en los últimos trámites de la adopción de sus churumbeles. Ya entonces me llamaron poderosamente la atención. Ellos y sus carritos. Porque todos llevaban carritos, y serían como seis familias, y en aquel pasillo no había quien se moviera, con tanto carrito por medio. Me pareció algo absurdo, contando con que todos los niños eran pequeños, Addis está muy poco asfaltada, y para llegar a Inmigración subes una escalinata de al menos veinte peldaños, y tienes que pasar por una muy estrecha caseta de seguridad, de forma separada hombres y mujeres, y por lo tanto el carrito lo había tenido que meter sólo uno de los dos. Poco imaginaba que el correr del tiempo me sorprendería también a mí tratando inútilmente de empujar el freaking carrito en las mal asfaltadas calles de la periferia de Addis Abeba.

Aquel día, en Inmigración, uno de los niños estornudó. Entiéndase que en aquella época había como tres supermercados en toda Addis. Me dejó bastante estupefacta la inmediata proliferación de cleenex, toallitas de varios tipos, esponjillas y detergentes varios entre la tropa española. Hubieran podido sonarle los mocos a un batallón de recién nacidos y esterilizar una sala operatoria en el mismo pasillo de Inmigración.

Algunos años después me encontraba yo en el aeropuerto, aguardando pacíficamente para venir a España. Había una pareja de españoles con su peque recién adoptado. El niño se cagó. Me entretuve observándolos mientras le cambiaban el pañal. Como si viera una película, porque eso es lo que les costó cambiar el pañal. Tardaron como cinco minutos, usaron unas veinte toallitas, abrieron y cerraron el pañal varias veces (“si no se lo atas bien, se le saldrá todo”) y se intercambiaron varias veces los roles (“déjame a mí, anda”): uno cambiaba pañal mientras el otro le indicaba desde la espalda lo que tenía que hacer, en una dinámica tan agradable como ir conduciendo con alguien de copiloto que te indica constantemente cómo tienes que conducir. Antes de proceder al cambio de pañal, acondicionaron el banco como si el niño tuviera que permanecer encamado quince años en el mismo, y desvistieron completamente a la criatura. Obviamente, le cambiaron hasta los lazos del pelo y le pusieron lazos del pelo nuevos y limpios, y se pusieron a contar cuántos lazos del pelo y cuántos pañales limpios les quedaban porque el vuelo iba con retraso. Luego se pasaron dos horas intentando dormir al churumbel, hasta que éste se volvió a cagar y repitieron toda la operación, esta vez intercalando teorías de lo más variopinto sobre la caguerilla del churumbel: la leche, que es nueva; la cena, que es nueva; nosotros, que somos nuevos.

A lo largo de los años, esta escena de familia recién formada en el aeropuerto o en el avión la he vivido varias veces. Una vez, incluso, me tocó vivirla a mí. Contrariamente a mis planes, mi Nena y yo viajamos a España sólo un mes después de su llegada a nuestro hogar. Fue con diferencia el peor viaje de mi vida, que alcanzó su momento cumbre cuando mi Nena, aprovechando el único momento en el que se me dobló la cabeza, sobre las cinco de la mañana, le mordió las orejas al pasajero de al lado, que también dormía. Conclusión obvia, a nuestra llegada a casa: “La maternidad te sienta fatal”. Llegué descompuesta, después de todo tipo de vicisitudes.

Después de aquel primer viaje, una idea me asaltó con claridad: “volveremos sólo cuando le toque hacer la primera comunión o cuando hayan perfeccionado la teletransportación. Lo que pase antes”. Obviamente, mi familia en España no ha compartido esta idea y hemos vuelto desde entonces, al menos, una vez al año. El último vuelo, el pasado verano, fue increíblemente bien. La Nena parecía sacada de un catálogo de nenes de comportamiento perfecto. Cenó, vio la película, y se durmió del tirón hasta Madrid.

Viene todo esto a que la principal conclusión que puedo ofrecer después de tres años de vida en común junto a la Nena es la siguiente: se aprende. Aprendemos ella y yo. Se aprende a cambiar pañales en situaciones inverosímiles, se aprende a limpiarle el culete con una hoja si nos hemos olvidado los cleenex en casa, se aprende a cocinar una cena aceptable en diez minutos, se aprende que a ella le importa más que me siente junto a ella a jugar cuando llego a casa que que me ponga a cocinar, se aprende que, si estamos juntas en casa, me será materialmente imposible hacer nada que me tome más de veinte minutos, se aprende que llevar un libro a la playa no quiere decir que vayas a leerlo.

Hace dos días estábamos la Nena y yo en un baño fuera de casa. Tenía el cordón de la cadenilla caído dentro de la cisterna. En lo que la Nena se subía los pantalones, abrí la cisterna y saqué el cordón por el agujero.

_ Mamá, ¿qué haces?

_ Arreglo el váter

_ ¿Por qué? Mamá, no tienes porqué arreglar todo – me soltó.

Nos queda mucho, mucho por aprender. Ciertamente, me queda más a mí por aprender que a ella, porque todavía hay cosas que me pillan medio pez. Hasta ahora ha sido fascinante. Es fascinante. Y seguro que será fascinante.


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