Revista Diario

Segundo D de dedo

Publicado el 19 julio 2011 por Chirri
Hace años leí un relato en el que una casa menguaba todos los días un milímetro en todas las dimensiones, por lo que poco a poco el dueño de la vivienda se iba sintiendo cada vez más angustiado, cada vez más oprimido, con la terrible sensación de que le faltaba aire, cada minuto podía expandir menos sus pulmones para poder respirar, hasta que al final del relato, queda prisionero entre cuatro paredes imposibilitado de todo movimiento, fagocitado por un monstruo de acero y hormigón.
¿Por qué tenemos que perdonar a nuestros verdugos?
Avanzaba por el pasillo, el parquet me devolvía un sonido quejumbroso en cada paso que daba, a la vez exhalaba un calor cruel, sofocante por cada línea del geométrico dibujo, se escapaban chorros de calor, siempre había sido así. En invierno, el agua entre las juntas se transformaba en hielo de inmediato, provocando que día a día se ensanchasen las grietas del corredor.
Las paredes se desperezaban haciendo que las infinitas capas de pintura aplicadas año tras año, saltasen en grandes costras, dejando en el suelo rodales polvorientos y una sinfonía de colores en mil círculos imposibles de ser imitados mínimamente por cualquier arriesgado camaleón.
Esta no es mi casa – Me dije. – Pero estaba equivocado, por mucho que pudiera evocar la casa de mis padres, aquella donde pasé mi niñez y los mejores años de mi existencia, esa casa quedó atrás, abandonada incluso por mis padres cuando buscaron una residencia más cómoda acorde a la nueva vida que les esperaba, al haberles abandonado con nuestras bodas, mis hermanos y yo.
No me sentía atado a ella, pues mis sueños siempre me llevaban a la casa de mi infancia, a su patio donde mil y una sabandijas conseguían sobrevivir a nuestros envites, donde el fantasma de mis juguetes perdidos, vaga aun reclamándome, después de regalarme su existencia, les pagué con mi olvido y el abandono que solo un niño ahíto de juguetes por culpa de las hormonas y el transcurrir de los años les paga con la moneda más cruel: el traslado a otras manos de un hermano menor.
Los ailantos que planté con toda mi ilusión, fueron cercenados por manos criminales que no entendían la necesidad de los árboles de llegar al cielo, es su razón de ser y son nuestro ejemplo a seguir, crecer y crecer. Pero no estaba yo para protegerlos, sólo me queda la acuarela que pinté y mi recuerdo para que no perezcan en el olvido, existieron y doy fe de ello.Después de tantos años recuerdo mi primer sueño sobre mi nueva casa, la desesperación que sentí al pensar que había perdido con ello el recuerdo de mi niñez, nada iba a ser como antes, una etapa nueva comenzaba y con ello mi rebelión.


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