Revista Diario

Septiembre roto.

Publicado el 01 septiembre 2013 por Rizosa
Hubo un tiempo, varios años seguidos, en los que yo odiaba septiembre. Tenía catorce, quince, dieciséis años, y no soportaba la idea de cambiar la piscina y los pies descalzos al sol por las aulas. Miraba el calendario y se me borraba la sonrisa en cuanto septiembre se acercaba, impío y cruel, porque comprendía que no había forma de parar el reloj y permanecer tumbada sobre el césped para siempre. Las temperaturas descendían y a los que me rodeaba de pronto les apetecía ponerse chaquetas y tomar chocolate caliente para merendar, pero yo me aferraba a mis vestidos de tirantes y mis helados como si con ellos me estuviesen arrebatando la vida. El agua de la piscina me chorreaba por el flequillo y, aunque me diese frío, me resistía hasta que ya era inevitable secarme y volver a casa por última vez ese verano.
En la televisión nos bombardeaban  desde finales de agosto con anuncios de música alegre y niños sonrientes -todo mentira- que volvían a empezar; madres que gastaban sus ahorros, ilusionadas, en el Corte Inglés porque allí les darían el 15% en Corticoles y los uniformes les saldrían más baratos. Las librerías y mi escritorio se inundaban de libros de texto, mi cartera volvía a pesar 15kg y ni siquiera la ropa nueva o el volver a ver a mis compañeros de clase podría animarme. Otra vez era época de responsabilidades, deberes, dolores de cabeza, exámenes, monjas, comida de comedor. Otros nueve meses de frío (en la piel y en los huesos) por delante.
Y entonces, cuando septiembre ya se asentaba y el primer día de clases llegaba, yo respiraba hondo haciendo acopio de pseudo-madurez y asimilaba que la vida debe ser así, cruel y burlona... que los momentos malos también son necesarios para valorar los buenos, y que el presente es relativo porque que lo que ahora parece triste y deprimente algún día será pasado y  mi ahora comenzará a ser feliz de nuevo, ya que Junio siempre acaba llegando.
Llevo ya atascada varios septiembres. Algo se rompió en ese orden y equilibrio natural de las cosas que regían mi tiempo, porque hace ya dos junios que no me emociono al tumbarme en el césped de la piscina, al sol, ni me pongo triste al llegar el final del verano.
Y eso es lo más triste y preocupante de todo: no poder ni quisiera odiar septiembre.

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