Revista Literatura

Siete de Septiembre: Inchátiro en Pátzcuaro.

Publicado el 03 septiembre 2012 por Gildelopez
Viceversa
La breve semblanza que acompaña a mi colaboración para el número inaugural de nuestra revista me describe como "patzcuarense originario de Tacámbaro o viceversa". Alguien señaló que eso no era posible. Lo es, sin embargo: Me considero originario de Tacámbaro porque fue ahí donde crecí, luego de llegar con dos días de nacido, pero soy también originario de Pátzcuaro, donde nací y viví esos dos días. Esas pocas horas me otorgan el pleno derecho a llamarme patzcuarense por nacimiento aunque los documentos oficiales señalen a Tacámbaro como mi cuna.
Más que por lo que dicen los papeles, me siento tacambarense porque fue en Tacámbaro donde aprendí a vivir y es de allá de donde viene lo que soy, mi 'yo' primigenio. El pueblo de Codallos y de Régules fue la casa de mi niñez y de mi adolescencia, cuando partí a un breve periodo vallisoletano: había llegado "el tiempo de estudio, con regresos a menudo"... en uno de aquellos regresos, Pátzcuaro reclamó al hijo pródigo y un fin de semana ya no volví a Tacámbaro. Me había quedado en la tierra de mi primera luz a hacer lo que casi desde la infancia era mi vida: vender música.
No lo sabía, pero era el inicio de un proceso que me regresaría a mi patzcuarensidad original de 22 años atrás y durante los siguientes 25, la antigua Ciudad de Michoacán fue inoculándose en mi sangre, en la médula de mis huesos; por cinco lustros mi cuerpo y mi alma al unísono se dedicaron a aprehender los colores, los sonidos, los olores, las texturas y los sabores de Petatzécuaro; durante un cuarto de siglo fuí fundiéndome con la tierra que me dió a la mujer de mi vida; cada uno de mis hijos era una nueva áncora que me enraizaba más y más en éste suelo que ya era para mí 'Ahuándar Echerio': el cielo en la tierra.
Llegó, sin embargo el momento de abandonar mi edén particular. Marchar al exilio. A un millar de millas de mi querencia, inmerso en un crisol de culturas y con los sonidos de lenguas ajenas martillando mi cotidianidad, en mi estrategia contra las acechanzas de la nostalgia no encontré mejor táctica para exorcizar los demonios de la depresión que escribir... escribir mis remembranzas de pasados brillantes para iluminar el presente sombrío.
Mi escición de Pátzcuaro era una herida abierta (lo es, todavía: sólo ha dejado de sangrar), así que esquivando dolores frescos, entré a saco al territorio de mi niñez y temprana juventud . Casi como la mítica escritura automática, fui trasladando al papel los inicios cada vez más lejanos de mi vida en la tierra de mis mayores.
Cumplida su función catártica, fueron acumulándose las notas, olvidadas en un cuaderno por aquí, un flashdrive por allá u ocasionalmente en la árida soledad de mi blog.
Así hubieran quedado, perdidas en los rincones del exilio, pero un día - náufrago, al fin -, las fui enrollando y tras colocarlas en las botellas cibernéticas de los posts, las lancé sin destinatario específico, al mar de las redes sociales. Una de ellas llegó hasta cierta playa en la que revoloteaba un grupo de colibríes.
Tiempo después, frente a mis arenas, en ese mismo mar, fondeó un velero de donde llegó una invitación para navegar como tripulante huésped. Acepté y desde entonces he participado en cada una de sus travesías por un mar de tinta e islas de papel.
Inchátiro es el nombre que reluce en la proa del barco; en la bandera que los vientos agitan en lo alto del mástil, un colibrí aletea. Están ustedes ahora a punto de convertirse en sus pasajeros. Aborden, confiados. El timón de la nave está en buenas manos: las del humanista Gabriel Aguilar.
No saben cómo me hubiera gustado estar materialmente aquí, en ésta hora de contento, pero aunque no pudo mi físico apersonarse en éste ámbito pleno de memorias entrañables, aquí estoy. Realmente nunca me marché del todo. Una parte de mí, acaso la más auténtica, frecuenta a diario las plazas y los portales y deambula por las tortuosas callejuelas de Pátzcuaro. Cada noche mi alma contempla, silenciosa, a la Luna, alimentando su fulgor argentino en las aguas de mi lago. Sigo admirando, adorando, en un mediodía perenne a mi pueblo desde las alturas del Cerro Blanco.
Sí, créanme, aquí estoy y los recuerdo con afecto. Gracias por haber venido.

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