Revista Talentos

Sobre “Teoría de la retaguardia” (1)

Publicado el 15 noviembre 2018 por Ivandelanuez

Iván de la Nuez / Entrevisto por Víctor Lenore / El Confidencial

TR-PORTADA

Hablamos de un libro pequeño y delgado, 125 páginas, pero lleno de ideas-bomba. Se titula Teoría de la retaguardia. Cómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás), publicado por Consonni. Su autor, Iván de La Nuez, nació en La Habana en 1964, pero vive en Barcelona. Es uno de los críticos de arte más afilados que se pueden leer en castellano. “Mi ‘Teoría de la retaguardia’ parte de que eso que llamamos ‘arte contemporáneo’ es un espacio en el que el comunismo encontró cobijo cultural y estético después de su derrota política. Y es un ejemplo muy claro de la colonización y el encapsulamiento de los discursos radicales del cambio. Con su revolución para el museo, su lucha de clases para coleccionistas, su activismo social para un mundo que, al mismo tiempo que le compra su crítica, sigue reproduciendo la causa de esa crítica hasta el infinito. De ahí mi demanda de una autocrítica de arte consistente. Y de ahí que el libro no intente ponerle delante una guerrilla hostil al arte contemporáneo, sino un espejo”.  La imagen que devuelve no es demasiado bonita.

El arte político no atraviesa su edad de oro. “Lo siento, pero soy bastante aprensivo cuando me enfrento a un museo que expone un judío en una vitrina, o cuando un dramaturgo expone a personas negras para alertarnos sobre su sometimiento colonial a base de reproducirlo. O a un emigrante rumano para que veamos lo jodido que está, como si hiciera falta acudir a un museo para ver la enorme injusticia del mundo. Todo esto lo trato como una mutación del ready-made de Duchamp. Sólo que, si en sus tiempos eran los objetos los que se introducían en el museo, ahora son los sujetos. Si antes eran las cosas, hoy son las causas”, señala. Denuncia que gran parte de esta escuela ha terminado en caricatura elitista, que podría describirse con el lema  “todo por el pueblo y todo sobre el pueblo, pero sin el pueblo”.

No diga Guggenheim, diga McDonalds

En uno de los capítulos más potentes, denuncia la sucursalización de los museos, que bien podríamos llamar “macdonalización”, un término más gráfico.  “Esta catarata de museos explota en los años ochenta del siglo pasado. Fue en Estados Unidos, gracias a la eclosión neoliberal, mientras que en Europa forma parte de un modelo socialdemócrata que ahora mismo está en serios problemas. Y la verdad es que lo que pasa con los museos es trágico, aunque no muy diferente a lo que ocurre con la cultura en general, los diarios, las editoriales… Son hijos de un mundo que se sienten obligados a sobrevivir en otro”, subraya. En 2018, el arte sigue siendo “ese lugar donde tienes el pie izquierdo en el 15-M y el derecho en los petrodólares. Y todos lo sabemos, sólo que no es de buen gusto ni vanguardista decirlo. Por eso hay que explicarlo desde la retaguardia, un término que, además, puede conjugarse con retranca”, apunta.

La reivindicación de la retaguardia no es un simple juego de palabras. Su ensayo huye de la pedantería tan habitual en el género  “La fórmula que aplico es bastante sencilla, justo cuando se cumplen cuarenta años de la ‘Teoría de la vanguardia’, de Peter Burger. Para este autor, la vanguardia debía romper la barrera que separaba al arte de la vida. Lo que yo planteo es más modesto, y es que el arte hoy no puede medirse por su relación con la vida sino con la supervivencia, que es la continuación de la vida por medios más precarios. También demando que, en lugar de medirlo por las ‘grandes causas’ que enarbola, convendría calibrarlo por las consecuencias que nos han traído esas causas. Aquí, prefiero seguir a Robert Louis Stevenson antes que a Arthur Danto y otros teóricos sobre los que han basado sus carreras muchos de nuestros “international curators”. Me gusta esa frase de Stevenson en la que afirma que todo el mundo, tarde o temprano, acaba sentándose a un banquete de consecuencias. Desde ese banquete, creo yo que debemos pensar la sociedad y la cultura contemporáneas”. ¿Qué aspecto tiene esa retaguardia? ”Es un sitio de escaso glamur donde te llegan los heridos, hay que alimentar y curar a la tropa, cargar los enseres para la sobrevida. Antes que seguir remedando a una vanguardia inalcanzable, me parecía más interesante alojarse en una retaguardia posible”, plantea.

Museos sin público

El arte contemporáneo vive situaciones disfuncionales, que muchas veces pasan por éxitos. “Si te fijas, cuando los museos necesitan cubrir su número de visitantes, casi nunca lo consiguen desde discursos contemporáneos, sino que tienen que apelar a los clásicos o a valores seguros para agrandar sus colas y tener contentos a políticos o consejos de administración. Es el momento salvador de los Dalí, Soroya, Picasso, Giacometti… Todo eso nos dice que, de alguna manera, esta cultura rápida de hoy es extramuseística y puede permitirse su propio display fuera de esos templos, pues no arraiga del todo en ellos. España está llena de museos vacíos, y me llama la atención que en muchos sigan teorizando sobre la expansión del propio museo, cuando lo que tal vez habría que conseguir es una imantación que consiga atraer a un público que les da la espalda”, señala.

Mientras la mayoría debatimos sobre apropiacionismo, De la Nuez muestra que el término está superado. “El antiguo tempo ha sido dinamitado desde una cultura que se mueve a dentelladas, en la que la figura del caníbal ha sido sustituida por la del tiburón y la apropiación por la depredación; a golpes de wassap, twitter, blink (parpadeo), link, selfies, zapping, corta y pega, etcétera. Y esto implica que la mayoría de los museos estén obligados a una aceleración que no está, por así decirlo, en su naturaleza”, opina. Lo que tenemos ahora es “la paradoja de un arte que se vende como rebeldía mientras se niega a asumir que forma parte de los mismos mecanismos que critica. Siempre dispuesto a hablar de todos los problemas del mundo, menos de sus propios problemas. Colocando, a lo Sartre, el infierno en los otros y esquivando el infierno propio. Un arte que es capaz de protestar por las condiciones de los trabajadores en los Emiratos al mismo tiempo que los invade desde un despliegue museístico sin precedentes allí; como antes se desplazó a Japón, a China o a Rusia, siguiendo siempre la ruta del dinero emergente”, denuncia.

Revolución sin revolución

Terminamos con el recuerdo de una amplia exposición, ‘Perder la forma humana’, que pudo verse en el Museo Reina Sofía entre 2012 y 2013. “Por cierto, era una buena exposición. Si fuera un bodrio no gastaría energías en ella, la vida es corta. El caso es que los comisarios de ese proyecto -el colectivo Conceptualismos del Sur- proponían un recorrido por el arte político de América Latina en los años ochenta, bajo los dominios de la Operación Cóndor, las dictaduras neoliberales latinoamericanas, etcétera, con la inclusión de gente tan emblemática como Pedro Lemebel y Néstor Perlongher, o colectivos como OV3RGOZE y el Periférico de objetos. Todo iba bien hasta que llegó el momento de una pregunta puñetera: ¿qué pasaba con los artistas de Cuba y Nicaragua, las dos únicas revoluciones en el poder durante esa época? Aquí, los organizadores esquivaron el problema y no enfrentaron la gran paradoja que tenían delante, persistiendo en la reconstrucción de un radicalismo latinoamericano que no contemplaba las revoluciones que lo inspiraban, ni a los colegas procedentes de estas, que las respiraban”, lamenta.

¿Qué tipo de arte alumbraron estos países revolucionarios? “El arte cubano de esa época no era muy diferente al que activaron sus vecinos contra la Operación Cóndor: creación colectiva, dimensión antropológica, crítica política a su gobierno, desmontaje de los símbolos nacionales, liberación sexual, influencias de Artaud, Grotowski o el arte povera, performance, sospecha de la voz de los maestros…  Al mismo tiempo, en Nicaragua sucedía exactamente lo contrario. Allí, el arte impulsado por la revolución se proyectaba como una utopía arcaica, un regreso a la comunidad precolonial marcado por el experimento de Ernesto Cardenal en Solentiname. Estos dos contrapuntos, tan paradójicos, a mí me parecían perfectos para profundizar en las contradicciones entre arte, revolución y política. Pero entonces el arte hubiera estropeado la doctrina, el territorio habría destrozado al mapa. Aparte de que asumir esa contradicción hubiera requerido una autocrítica profunda de las políticas culturales de las revoluciones en el poder, algo que a nuestra ‘izquierda curatorial’ nunca le ha gustado mirar de frente”.

(*) Publicado en El Confidencial, 11 de noviembre de 2018.

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