Revista Literatura

Sospecha sobre el ladrido de los perros

Publicado el 12 diciembre 2013 por Netomancia @netomancia
Comencé a sospechar durante mis caminatas nocturnas, cuando en la soledad de la noche, con solo el interminable manto negro de fondo, los perros me toreaban o me ladraban sin mediar enfrentamiento alguno.
Siempre fui de hacerme querer por los perros que hubo en la familia, o propiedad de algún amigo o conocido. Jamás tuve que lidiar con una mordida imprevista, de algún canino callejero. Por supuesto que tampoco debía alarmarme que un perro saliera a ladrarme en medio de la noche, pero lo raro pasaba por otro lado.
No era uno solo, eran todos con los que me cruzaba. Y el ladrido... el ladrido parecía de otro mundo.
Coincidió que por esa época tuve los primeros dolores fuertes en el pecho. Arrancaron los chequeos y los médicos diagnosticaron lo peor. Si no se me practicaba una operación de corazón en las dos semanas siguientes, acabaría en la tumba.
El Boby, el siempre simpático pug de Matías, mi primo, me retuvo en la puerta un par de minutos, ladrando sin cesar. Nadie pudo explicar la situación. Eso fue el domingo antes de la operación.
Me encomendé a Dios y todos los santos. Era una parada difícil. Mi familia permaneció las seis horas que duró la operación. Incluso estuvo Inés, de quién me había separado hacía un año. Fue un buen gesto de su parte, aunque en silencio le reprocho todas las amarguras que me llevaron a esa situación límite.
La operación fue un éxito. Permanecí en observación tres días. Me bajaron a una habitación común antes de lo previsto y de la misma manera, abandoné al fin de semana siguiente la clínica.
El médico me dijo que a mi favor tenía la juventud. Pero en contra, otras mil cosas. Debía cambiar radicalmente mis hábitos e incluso, calmar mi carácter. Asentí. ¿Qué otra cosa puede hacer un mortal que ha pisado el precipicio? Agradecido con mi salvador, me fui a mi casa prometiendo un cambio en mi persona.
El primer día que mi primo vino a visitarme, no trajo a Boby debido a nuestro último encuentro. Le había mencionado que algo raro me sucedía con los perros. Pero al día siguiente, su novia no estaba y no le quedó otra que traerlo. Los pugs son muy demandantes. Demasiado para mi gusto. De todas maneras, Boby no solo se comportó, sino que estuvo a mi lado, jugueteó en todo momento y no ladró ni una sola vez.
Tardé un par de semanas en sentirme bien como para salir a caminar. Un presentimiento me decía que ya no me ladrarían. Y así fue. La sospecha comenzó a acrecentarse. Busqué denodadamente información en internet y en bibliotecas.
Luego de dos meses de ardua lectura, le confesé mi teoría a un sacerdote amigo.
- Juan, creo que he descubierto algo. Cuando un perro nos ladra de manera extraña y persistente, no le está ladradando a uno. Sino a la Muerte, que nos acompaña de cerca.
Pensé que se reiría, que me diría que la operación me afectó. Sin embargo el Padre Juan, a quién conozco de chico, de cuando iba los domingos a la misa de los niños y oficiaba de monaguillo, me miró muy seriamente.
- Solo los hombres no podemos darnos cuenta que la Muerte siempre acecha. La naturaleza es más sabia, a pesar que a todos nos creó la misma fuerza.
- Cuando estaba con la afección cardíaca, aún cuando no lo sabía, los perros me ladraban. Querían espantar a la Muerte, que me perseguía de cerca. Estoy seguro. Ahora, ya no lo hacen. ¿Debo creer que la he dejado atrás?
- Si, lo has hecho. Pero cuídate. Puede que tan solo haya dejado que te adelantes un poco, para hacerlo más divertido.
- Muy optimista lo suyo, Juan - le dije, riendo.
El rió conmigo. Me palmeó la mano y se despidió, entrando a su parroquia.
- Tanto como el ladrido de los perros - me contestó.
Y era cierto, de una u otra forma, era solo una advertencia. El resto, la mayoría de las veces, depende de uno mismo.

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