Revista Fotografía

Subida al Monsacro. Por Max.

Publicado el 26 abril 2012 por Maxi

Como en todos los actos de la vida casi siempre hay un culpable, en este caso me inclino a repartir la culpa entre el médico y uno mismo, preguntaréis ¿por que meto al matasanos? Me explico: llevaba casi un mes sin poder hacer caminatas, debido a una flebitis que me había salido en una pantorrilla y que terminó por subir al muslo arriba, lo que me obligó a pincharme en la barriga una veintena de veces, y alternar paños empapados en agua de Bureau con el de hojas de col planchadas –tema en el que soy un consumado especialista del alisado, ya sea con rodillo o con plancha- para tratar de aliviar el dolor y curar en lo posible.

Dos jornadas antes del día de autos, el médico me dijo que aquello iba mucho mejor y que podía abandonar el reposo –que nunca guardé- y comenzar a pasear un poco, así que decidí probarme acometiendo la subida al Monsacro por la vertiente más empinada – en un recorrido de apenas 2.000 metros el desnivel a superar es de unos 650 y con rampas de más del 30%- y que parte del pueblo de La Collada (Morcín) Por supuesto sin ninguna intención de hacerlo partiendo desde Viapará (Riosa) que es menos empinada… y es que algunos teverganos somos tan testones que somos capaces de embestir una pared, a poco que se nos calienten los cascos… ¡y sin calentarnos tamién!

Por una parte el percance vino a convencerme de la necesidad de operarme de las varices, antes de que termine el año, ya que es una gaita el tener que llevar medias elásticas todo el año –yo que era capaz de andar con zapatos sin calcetines en pleno invierno y hasta por entre la nieve, dejando mal al más curtido de los gitanos- Estar condenado de por vida a soportar las molestas y puñeteras medias, casi no poder pisar la playa en todo el verano y padecer episodios de flebitis, cada cierto tiempo.

Dejas el auto aparcado en el pueblo de la Collada y comienzas la caminata junto a una señal que indica el perfil del recorrido, vas ascendiendo la pronunciada pendiente por el medio de un bosque, divisando a tu derecha un sin fin de pueblos como son: Las Mazas, Santoalaya, San Esteban, La Vegas, Peñanes, Castandiello, Figares, etc. Pertrechados al uso, con buen calzado, sabedores de llevar en la mochila, bocadillos sabrosos, cantimplora, cámara pa tirar asemeyas y palo de aluminio en manos de mi compañera, acometimos el reto con buen ánimo. La verdad es que aquellas jodidas caleyas estaban empinadas de cojones. Según vas ascendiendo la fatiga queda compensada, por la preciosa panorámica de pueblos, que se te brinda en la hondonada -y eso que había bastante bruma y el horizonte no aparecía todo lo despejado que se debiera-

Al llegar al canto se divisaban en la lejanía las chimeneas de la central de Soto Ribera y el embalse artificial de los Afilorios que sirve de depósito para suministrar el agua a Oviedo. Un rebaño de cabras vino a darnos la bienvenida, respiramos contentos de terminar la empinada cuesta y de llegar a la llanada, un pequeño lago o charca hacía de espejo y venía a reflejar los pocas rayos del sol que lograban filtrarse por entre las nubes. A la derecha encontramos la ermita de la Magdalena, de estilo románico y cargando con unos cuantos años a cuestas. A poca distancia de la charca, entre unas piedras brotaba un chorro de agua cristalina y fresca, que supo a gloria y vino a saciar nuestra sed y rellenar las cantimploras. Mas elevada apareció la silueta de la ermita de arriba que unos denominan Santiago y otros Santo Toribio.

Parece ser que según cuentan las historias y leyendas antiguas, y que son tenidas muy en cuenta por los católicos creyentes, un tal Santo Toribio, obispo de Astorga, por inspiración divina viajo a Tierra Santa y antes de la caída de los Santos Lugares, reunió las reliquias y llegado a la costa asturiana, se dirigió con el arca al Monsacro, depositando el bargueño en una cueva -en realidad un pozo dolménico- sobre el cual mandó construir esta ermita, que es lo que hoy día da cobijo el techo poligonal de la misma.

Después de la visita obligada al ancestral dolmen –que como suele ocurrir bastante a menudo, la secta terminó por aprovechar y convertir en lugar para culto propio- continuamos subiendo unos minutos, logrando asomarnos a la vertiente de Riosa y consiguiendo avistar a duras penas, la carretera que sube al Angliru. En cuestión de quince minutos de caminata, terminamos por hacer cumbre, abreviando la estancia en el pico, ya que la niebla comenzaba a querer envolvernos, así que volvimos sobre nuestros pasos, ligeros y midiendo bien donde posábamos nuestras plantas y tratando de no perder el rumbo y vernos en el peligro de despeñarnos.

La bajada tuvo una emoción añadida, como cuando a mitad de la cuesta tuve un episodio de calambres que me obligó tenderme en el sendero y revivir incidentes pasados medio olvidados –en esta ocasión sin llegar a ganar la cebada del todo- mientras masajeaba el muslo. Al final tuve que servirme de la ayuda del palo, que generosamente me brindó mi ángel de la guardia, para así poder terminar –a penas duras y cojitranco- el resto del recorrido hasta el coche.

Siguen unas fotos, tomadas en la zona ese mismo día.

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