Revista Literatura

Sudor y cacahuetes

Publicado el 13 agosto 2013 por Benymen @escritorcarbon

SUDOR Y CACAHUETES

El olor a sudor rancio y cacahuetes inundaba sus fosas nasales. No le molestaba, más bien lo contrario, suponía el contrapunto perfecto para su estado de ánimo.

La madera oscura de la barra estaba llena de muescas y manchas difíciles de limpiar. Bebía un gintonic de Seagram’s —no podía permitirse grandes lujos— y una tónica ignota tan desconocida como el resto de consumidores que pululaban por el bar. Tras él, dos mujeres ya entradas en años se hallaban enfrascadas en una intranscendente charla. En la barra reinaba una única camarera de ojos azules como una botella de Bombay Shaphire. No se la veía estresada ni tenía razones para estarlo, el local estaba casi vacío. Él la miraba furtivamente y se engañaba a sí mismo pensando que ella hacía lo mismo. ¿Por qué iba a perder su tiempo mirándolo cuando, frente a ella, se pavoneaban dos machitos de gimnasio? Si la vida fuera como las películas… Pero no lo era.

Estaba solo y, pese a su juventud, se sentía viejo, muy viejo. NO lamentaba estar en ese bar, le venía bien y, para qué negarlo, le hacía sentirse enigmático y misterioso. En ese instante se había convertido en el tío interesante que carga con una historia y un pasado difíciles de adivinar. Ya no era un personaje más, era el protagonista del lugar. Buscó con la mirada los ojos azules de la camarera, pero ella ya no estaba, había perdido su oportunidad.

Resultaba gracioso y muy apropiado ver que, en el televisor a su derecha, estaban pasando Nosferatu. Así que de muertos en vida iba la cosa… Tanto daba mientras él siguiera siendo el protagonista.

Miró por la ventana y no pudo evitar reparar en la terraza. Un grupo de chicas con sugerentes escotes degustaba sus bebidas y disfrutaba del agradable clima veraniego de aquella noche. Su gintonic llenaba menos de media copa y pensó en tomarse el siguiente en la terraza, rodeado de chicas bonitas. No, se dijo a sí mismo, la barra era su lugar y la soledad la única compañía que necesitaba. Era justo que estuviera ahí, una extraña muestra de valentía de las que rara vez se hace apología.

Su bolsillo vibró y el encanto se rompió, Celia, que también tenía los ojos azules, quería quedar. Esa noche no, se disculpó él mentalmente con la joven, esa noche era un regalo para él y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie.

Echó la vista atrás —no hacia las dos señoras, que hacía rato que se habían marchado, sino a su pasado— hacia otra época cercana y lejana al mismo tiempo. En verdad eran inescrutables los caminos del Señor. Sus pasos lo habían llevado a esa situación, podría haber sido totalmente diferente pero no, había acabado allí, en ese bar con olor a sudor, y la camarera de ojos azules volvía a reinar tras la barra.

Pidió otro gintonic y esta vez se fijó en el nombre de la tónica, Me Tonic, un nombre muy conveniente. Ahí estaba un hombre solitario bebiendo una tónica solitaria, la pareja perfecta para esa noche de verano. La ginebra, por otro lado, empezaba a circular por sus venas, por fin, una agradable sensación de bienestar se instaló en su cuerpo y relajó sus músculos. Estaba solo y, pese a ello, se sentía muy a gusto. Parte de ello se debía al efecto del alcohol, por supuesto, pero había también un componente propio que sabía a batalla ganada. La guerra sería larga, ni qué decir tiene, pero esa noche tenía un claro vencedor, venían tiempos de cambio. No esperó a que esa sensación se desvaneciera, cogió una servilleta del desgastado servilletero y se escribió un mensaje de ánimo. Recuerda cómo estabas, decía, y piensa en cómo estás.

Sólo el tiempo terminaría esta guerra, sólo el tiempo le ayudaría a olvidar y sólo el tiempo le haría recordar de nuevo porque, en esta ocasión, olvidar para después recordar era el único camino posible.


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