Revista Literatura

tobogán

Publicado el 06 noviembre 2010 por Mmechi

–¿Hay café? ¿queda café?La de matemáticas busca frenéticamente en la mesada y no recibe respuestas. Llega visiblemente alterada, todos los demás gozan de su segundo café o mate cocido. El de Educación Física hace mate mientras dice “¡Cuatro neuronas tienen las mujeres!” esperando el “¿Por?” que corean la de biología, su nueva compinche, y Jorge, el de computación, “una para cada hornalla”. Y todos ríen exageradamente, excepto la de Historia y Geografía que se miran sorprendidas de que el Pelotero, así le decían cuando no estaba, repitiera los chistes y siguiera encontrando adeptos. Sospechaban que Jorge, el de computación, era boludo, y la de Biología, su nueva compinche, le arrastraba el ala. –Creo que se acabó…Silencio. Todos se callan y miran hacia el final de la mesa a la chica nueva, el Corderito la apodarían más tarde. La de Matemáticas sorprendida por la respuesta, dice “¿Sí? ¿Y vos quién sos?”, “Lengua” responde la chica, colorada. En la mesa rectangular de la sala de profesores, el Pelotero se sentaba como Mirtha Legrand en la cabecera y siempre quería controlar todas las conversaciones, sus monólogos, mientras cebaba mate dulce. La de Biología se tomaba dos cafés en cada recreo a su lado y Jorge, el boludo, compartía el mate después de un café cargado. Seguían la de Historia y Geografía que cuchicheaban y ojeaban revistas de Avon que traía los martes la de Física. La de Matemáticas ocasionalmente charlaba con ellas, se quejaba con ellas, del micro, de su marido, de su suegra, del gobierno, de la novela. Quedaban otros tres profesores, uno de Lengua y otros dos que eran un misterio para el Corderito. La chica nueva, sentada cerca de la puerta no tomaba café ni le convidaban mate. Por lástima, por empatía, por materia o simplemente porque le pareció joven y linda, el de Lengua se acercó a la chica, se presentó como Claudio de Lengua, poeta y cantautor y le dijo que estaba en tercero, cuarto y quinto de antes, de polimodal, ex poli, en realidad, cuarto, quinto, sexto de escuela secundaria, superior, no básica, para lo que necesites. La de Historia, al ver que ocupaba la atención de Claudio, le preguntó desde el otro lado de la mesa qué cursos tenía. “Primero A, B y C” dice la chica como si se lo hubiera aprendido de memoria, agregando ante el desconcierto “Lo que era séptimo…” “Ah, sí” respondieron a coro varios. –Hay un chico en el A…– dice la de Física.–¿El rubiecito? – interrumpe la de Geografía.–Ah sí, que no entiende nada– confirma la de Historia.–Es tonto, ¿no? – pregunta la de Geografía con la voz aplastada por el cigarrillo.
Timbre. La chica nueva, acomoda cosas que no sacó, haciendo tiempo, esperando salir con el resto. Que no se mueve, que espera, que dilata y toma coraje antes de volver al aula. El Corderito sale y camina lento hasta el salón, que queda al lado de la sala de profesores. Los chicos todavía no llegan del recreo, se prepara para seguir haciendo tiempo repasando la clase. –¡Adentro! – grita la preceptora que no la ve, sentadita repasando la clase. –Se sientan todos, ¡vos sentate! – Los chicos dejan de retorcerse la ropa entre ellos para ver la escena.–Soy la profesora…–Uy… te confundí– y se ríe, y los chicos se ríen con ella y la profesora sonríe falsamente, con ganas de sacar un matafuego y rociarlos a todos con polvo blanco. –Bueno, bueno, no hablemos al pepe, se sientan todos así empezamos. – dice la profesora intentando recuperar su rol.–Les tengo que dictar una nota. – dice la preceptora, reafirmando el suyo.
Cuando por fin se va la preceptora, la chica se para frente a los alumnos.–Voy a pasar lista así me aprendo los nombres… Albaronese, Yamila; Aristizugui, Aisha; Azam- berre…–Pro, ¿cuántos años tiene?–Más que vos. Sigamos. – Los chicos empiezan a murmurar entre ellos, decide cambiar –Ya no paso más lista. Ahora les voy a dictar…–¡Uy, no! Espere, espere–Vamos…–¿Cuál es el título?–Objeto directo–Espere, espere–¿Subrayado o con color?–No importa–¿Subrayado o con color?–Subrayado–Espere, espere–Sí, espere–Objeto ¿qué?
Los primeros días la chica universitaria había propuesto hacer una ronda para dar clases pero después de la primera semana la estrategia se volvió físicamente imposible, tardaban tanto en acomodarse que optó por conservar las filas. Los chicos esperaban en silencio, atentos al suceso de una profesora nueva. La estudiaban a ella. Dos semanas más tarde, como una pareja que recién empieza, enamorada de la novedad, el idilio se rompió consolidando rutinas, y desde los dos lados adoptaron los roles esperables, ella pedía silencio, ellos se aburrían con rebeldía. En poco tiempo se percataron que sus amenazas (te mando con el preceptor, te pongo un uno, te vas afuera) no se concretaban, que estaba empezando a desesperarse y que no podía hacer nada frente a lo inevitable. Qué era lo inevitable, nadie sabía. La chica a veces hacía pequeños intentos por innovar y sorprender pero esas improvisaciones para romper con la monotonía se fueron repitiendo hasta establecer otra y los chicos asistieron, ya sin expectativa, hasta cimentar la estructura que organizaría la clase. Fue en la tercer semana que la chica dejó de evocar en su experiencia como alumna las cosas que le hubiera gustado (des)hacer para irremediablemente reproducir los modos coercitivos que ella veía que el profesor utilizaba. No sin asombro, la chica que antes era una alumna y ahora era la profesora, se dio cuenta de que esos dos momentos tenían algo en común, un estado: sentirse atrapada en una maqueta. Y no fue hasta que le gritó a un taxista que se callara cuando vislumbró la unión, la dimensión de la maqueta.
–¿Ahora qué? – pregunta la chica, cansada de que le pregunten todo el tiempo qué tienen que hacer.–Él está llorando… – dice uno de los que están por el medio, desafiante, disimulando con preocupación lo que no le genera más que placer poder poner un límite humano al objeto directo. La chica interrumpe el dictado para ir al banco del que llora y los otros aprovechan para darse vuelta y charlar. –¿Por qué lloras? – el chico enrollado sobre sí mismo con la cabeza entre los brazos cruzados, saca un brazo para señalar al compañero de atrás.–Él me molesta – la Profesora mira con reproche al gordito de atrás, como si le dijera “mirá lo que hiciste” o “después vamos a hablar”, todavía no está muy regulada esa mirada. Apoya su mano en la espalda del que llora insistiendo.–Pero… ¿por qué? ¿qué pasó?–Él… él… me molesta –dice sollozando.–A ver, a ver… ¿quién me cuenta? – la chica vuelve a indagar ahora con tono de maestra jardinera.–Él me preguntó si me gustaba alguien…- empieza a llorar otra vez.–Pero… bueno, no pasa nada, no entiendo por qué lloras–Porque… porque no me gusta nadie, por eso… La profesora quiere consolar al pequeño, busca en el repertorio de frases conocidas alguna que se ajuste a la situación. Lo primero que piensa es “a mí tampoco y no lloro” pero con súbita conciencia pedagógica lo segundo que piensa es “cómo hago para que deje de llorar, le doy importancia y me lo saco de encima”. El bullicio del resto se hace cada vez más intenso, empiezan a tirarse con proyectiles que le pasan cerca. Prueba: una palmadita, frota un poco la espalda, le dice que no es para llorar, que no es tan grave, que alguien todavía no apareció y que se vaya al baño que tiene permiso, se lave la cara y cuando esté más tranquilo, regrese al aula. Funciona. Mientras el que llora se va, ella mira de reojo la hoja del que está adelante. Está en blanco. Duda, no sabe bien si disimular haciendo como que no vio nada, porque de hecho nada había, pero era esa nada la que la preocupaba. El chico no había escrito nada. Podía ser que estaba distraído por el episodio del que no gustaba de nadie, que simplemente se hubiera perdido en el dictado. Optó por pasar de largo, retomar el dictado hablando muy despacito, obligándolos a callarse; les desespera perderse. Los chicos se acomodan y con lapiceras en mano, esperan. –Actividades. Número uno. Analizar las siguientes…  – la profesora se hace la que lee pero inventa la consigna, se fija en el chico de la hoja en blanco esforzado en imitar en el aire movimientos escriturales. Su hoja sigue en blanco. El rubiecito.  
Las clases que siguieron, la profesora prestó especial atención al rubiecito, pasó lista para identificarlo y anotar su nombre porque le resultaba imposible retener todos: Alejo. En su estudio, la profesora pudo develar las estrategias que el rubiecito utilizaba para pasar inadvertido, mirando el piso o su carpeta si ella hacía una pregunta al curso, copiando los dictados de sus compañeros para tener la carpeta completa, hacerse el que dedicaba tanto tiempo a resolver una actividad que no le alcanzaba y por eso la dejaba incompleta. Ella intentaba acercarse para no dejarlo afuera, incorporarlo a la clase. Pero dedicarse a uno implicaba descuidar al resto, descuidar implicaba que la clase se desbarrancara y que la directora, en sus visitas sorpresivas, lo viera. La directora era una mujer diplomática, usaba aros que parecían anclas, presumiblemente se levantaba dos horas antes de entrar a la escuela y se embadurnaba la cara con pintura. Mal o bien, las apariciones fugaces, de la directora, incluso de la preceptora, interrumpían la lógica diaria, traían noticias. La directora parecía comprender, cuando se aparecía de improviso, la cara de la chica nueva. Sin embargo, en esa mirada cómplice también había reto y la profesora se convertía otra vez en el Corderito, en la chica nueva. 
Una de esas visitas, fue la de un hombre y una mujer, quienes después de pedir el formal permiso de la profesora para dirigirse al curso, se presentaron como integrantes del gabinete psicopedagógico. La providencia. Mientras ellos invitaban a los chicos a consultarlos ante cualquier “duda”, la profesora descubría que tenía a quien recurrir. El hombre les hablaba a los chicos y la mujer se acercó a la chica nueva:–Cualquier problema que veas, estamos en el primer piso, de 9 a…––Sí, justamente estaba pensando en... porque… – se acerca más a la mujer, bajando la voz para que nadie escuche.–¡Ah, sí! Ese que está ahí, Alejo. – dice la mujer. La profesora, desencajada, se puso colorada, nerviosa. Alejo pareció no darse cuenta, se rió de los chistes que hacían sus compañeros cuando salieron los del gabinete. Fue al otro día, cuando sonó el timbre para el recreo, que Alejo se acercó a la profesora y le dijo que estaba yendo a una profesora particular y que le volviera a pasar la tarea así lo veía con ella. “Sabe” pensó la profesora. Como cuando en las películas identifican al asesino en una rueda de reconocimiento. Como si ella como testigo no tuviera el vidrio que impide que el sospechoso se sienta aludido. El destino del rubiecito estaba determinado: iba a ser el rubiecito marcado por no saber. No entender ni siquiera su estigma hasta quedarse afuera, en la punta del tobogán, para caer, irremediablemente, solo. Y esa certeza la puso tan triste, se sintió tan impotente, que pasó todo el recreo en el baño de las profesoras.

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