Revista Talentos

Tres días de marzo

Publicado el 11 octubre 2011 por Julio Alejandre @JAC_alejandre

16 de marzo de 1981

Tres días de marzoEstá amaneciendo. Hace dos días que bombardean el caserío. Por el día sobre todo, pero también por la noche. No hace mucho cayó un motero ahí nomás, directo al palo de zapote. Lo hizo astillas. Mi padre con mi hermano Chemo han cavado un agujero al otro lado del cerco, entre los palos de café, y lo han tapado con maderas y tierra. Nos metemos todos dentro, pero apenas ajusta. El agujero es pachito y el terrizo que lo cubre no garantiza.

Estoy sentada junto a mi mamá, y la ayudo a chinear a mi hermanito. Se me ven las rodillas, que están sucias y algo terrosas. Estiro la falda, pero es demasiado corta y no alcanza a cubrirlas. Toda la ropa se me está quedando pequeña. Mi mamá dice que estoy creciendo muy aprisa, que me va a cortar un par de vestidos en cuanto pueda comprar la tela. Estamos todos callados, nadie se anima a platicar. Mis hermanos no lloran ni gritan, están como temblorosos, con mucho miedo. Yo también tengo miedo pero estoy tranquila, no sé por qué.

Me fijo en una hormiga negra, de esas que les dicen guerreadoras, que va trepándose por el pie y después por la canilla. Pican duro, pero si te mantienes quieta, sin respirar, entonces no hacen nada. Está algo perdida, igual que nosotros. Se mueve deprisa, con sus patitas delgadas y largas, y apenas la noto sobre la piel. A don Peto, mi padrino, se le metió una hormiga en la oreja mientras dormía la borrachera, en medio del monte. Llegó a casa tambaleándose y gritando del dolor, agarrándose la cara con las dos manos. Se devanaba por el suelo y brincaba y se daba cabezazos contra los horcones del corredor. Tuvieron que sujetarlo entre varios hombres para intentar sacarle la hormiga. Le hurgaron en el hueco de la oreja con una ramita y, como no salía, llamaron a la Licha, que tiene las uñas largas. Pero tampoco. Al final fue mi abuela quien dijo: échenle agua caliente, no sean brutos, y así salió.

Se oyen venir las granadas. Zumban antes de estallar igual que los zancudos cuando se te acercan a la oreja, pero más fuerte. Entonces cierro los ojos y encojo los hombros. Pienso que si nos cae una encima nos vamos a morir todos. Pero revienta y aún seguimos aquí, vivos. Algunas caen bien cerca y la tierra se sacude con un temblorcito. Y le corre a una como un escalofrío por la espalda. Por ratos vienen más seguidas, bum, bum, bum, y después se calma un momento.

Con este, ya son dos operativos en un año. El otro, el primero, fue horrible. Era aún la época de las lluvias. Entonces no bombardearon tanto, pero los soldados llegaban a las casas preguntando y sacaban a los hombres, y a veces también a las mujeres. Una tarde se llegaron a la nuestra. Eran muchos y a mí me dio frió al verles las caras pintadas. Preguntaban por mi padre, que dónde estaba, que saliera. Pero él no se quedaba en casa desde el inicio del operativo. Dormía por ahí, en la montaña, donde lo agarraba la noche, con otros hombres. También mi hermano Chemo, que ya está muchacho. Y eso no les gustó, no hallarlos. Mi mamá les decía que andaba en las cortas de café, por el lado de Santa Ana. Pero no la creían y se iban poniendo más enojados. La ultrajaban diciéndole vieja tal por cual, ¿quién es que ha cultivado esa milpa pues? Y estos chinos, ¿también se van a hacer guerrilleros? Entonces, uno de ellos me agarró por detrás, jalándome fuerte del pelo, y me puso en la garganta el yatagán. Apretaba duro y me hacía mucho daño, pero yo no me quejaba ni pispileaba, del miedo que tenía. Me acuerdo que miraba de reojo el brazo moreno del soldado y alcanzaba a verle el reloj. Marcaba las tres y cuarto. Las tres y cuarto es la hora de la muerte, pensaba. Dios guarde, me asusté tanto que cerré los ojos muy fuerte para no ver esa hora en que me tocaba morirme, allí, delante de mi mamá y de mis hermanos pequeños. Pero no. Vino otro soldado y le dijo que sólo era una niña, que me soltara. Ni cuenta me di que tenía un corte en el cuello. Después de eso mi mamá nos metió a todos para la casa y estuvimos encerrados, con la puerta trancada toda la noche, hasta que se marcharon a buena mañanita.

Hablamos poco. Ni siquiera Chemo, que es bromista, tiene ganas de hablar. Mi mamá se trajo un pedazo de queso envuelto en el mandil. Lo reparte entre todos. Sólo eso comemos. No hay más: ni un pedacito de tortilla, ni un poco de azúcar. Los pequeños lloran porque les duele la tripa. A mí también me duele, pero no lloro. Ya se ha hecho oscuro. Mi padre dice que hay que seguir en este agujero. Tengo ganas de evacuar. Llevo aguantándome toda la tarde y ya no puedo más. Si no salgo me lo voy a hacer encima. Entonces le digo a mi padre y me deja salir afuera. En la noche hace algo de fresco y nos apretujamos todos un poco más. No hay tales de dormir. Me estoy callada en la oscuridad, con los ojos pelados. Por los agujeros del terrizo se ve un claror suavecito de la luna en creciente.


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