Revista Talentos

Última voluntad

Publicado el 21 septiembre 2011 por Joseoscarlopez
Última voluntad
No contenta con otorgarle un talento desmesurado para la música, la naturaleza también le había dotado de una intransigencia feroz hacia los gustos del que debía ser su público. Que el silencio de este hacia su producción se prolongara a lo largo de su vida y su carrera no hizo más que aumentar su singular empeño sobre sus partituras. Desde el amanecer, y hasta altas horas de la noche, tocaba su piano y escribía hileras incesantes de notas, prácticamente sin salir de su estudio. De forma que, cuando murió, los pocos que lo habían visto en los últimos años de sus vida -el servicio de la casa, apenas un par de médicos-, atestiguaron que su continua inclinación sobre su trabajo lo había dejado encorvado, incluso jorobado.
Porque uno de los criados sabía leer música y había curioseado entre sus papeles, salió una tarde a descansar en dirección a las tabernas del puerto silbando alguna tonadilla de su señor fallecido. Hasta las bestias más broncas de esos tugurios quedaron fascinados con aquella melodía. Pocos días más tarde, nuevas y maravillosas canciones se multiplicaron por la ciudad. Los mismos empresarios que dieron la espalda al maestro en los inicios de su carrera no tardaron en disputarse el acceso a su estudio. En apenas dos meses se estrenarían tres sinfonías y dos óperas en los mejores escenarios del país.
En medio de la expectación, un periodista dedicó una tarde y una noche a escribir una larga crónica sobre el artista. Esa mañana apareció en las afueras de la ciudad profiriendo un discurso inconexo, presa de una demencia súbita y fulminante: se suicidaría a los dos días en su celda, en un hospital psiquiátrico. Solo un redactor jefe alcanzó a leer aquella crónica, antes de darla a la rotativa: el aparato, enloquecido, atrapó sus manos y después el cuerpo entero; junto al trabajo y al redactor, la máquina misma quedó destruida, merced a una avería que nadie supo explicar.
Llegaron la distintas noches de los ansiados estrenos: en el mismo momento en que comenzaban a ejecutarse las piezas maestras, terribles incendios fueron prendiendo uno tras otro los edificios hasta asolarlos. Los supervivientes hablaron de risas terribles que procedían de todas partes, así como de la silueta jorobada del músico agigantándose entre las sombras de las llamas. Que muriesen en circunstancias igualmente terribles los pocos empresarios, orquestas y cantantes que, a pesar del miedo que ya se propagaba, aún se aprestaron a ensayar otras piezas de aquel ingente legado -accidentes horripilantes, determinados por inexplicables coincidencias, siempre con algún testigo que refería las mismas risas y la misma sombra encorvada, acaso jorobada- terminó de convencer al país de que la cabezonería del maestro, su determinación a dar la espalda a su público, lo había acompañado más allá del umbral de la muerte.
Cientos de manuscritos de papel pautado fueron entregados a las llamas; idéntico destino corrieron los pocos dibujos que, con más imaginación que otra cosa, habían publicado los periódicos para dar rostro a aquel mito que debía desaparecer tan pronto como empezaba a ser forjado. Años después, aún se daba el caso de algún infeliz que, por conservar en la memoria alguna de las melodías del maestro maldito, cometía la imprudencia de silbarlas en público, siquiera de taraearlas a media voz. Se le degollaba sin miramientos.

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