Revista Literatura

Un año después

Publicado el 14 enero 2014 por Yohan Yohan González Duany @cubanoinsular19

mirando-aviones

 

A Monterroso y Reina María.

Marcia ha vivido rodeada de las anécdotas de los años en que sus padres estuvieron en la Unión Soviética. Creció escuchando historias sobre la vida en la universidad –“la Lomonosov” como le decían sus padres-, los fines de semana en el Park Kultury o los fines de años bailando con la música de Los Van Van en la embajada mientras afuera los termómetros descendían cual bolsa de valores en plena recesión. Su caligrafía, que muchos profesores admirarían por la calidad de su trazo, se forjó gracias a tantos fines de semana imitando la letra del título de maestría de su madre.

A diferencia de otras niñas de su edad, su lectura favorita no eran los libros infantiles sino los bellos y nostálgicos poemas que su padre le enviaba a su tía Mara, quien para aquel entonces estudiaba en una escuela al campo en Batabanó.

Marcia amaba los últimos domingos de cada mes, días que para ella eran los más alegres. En ese momento su casa se llenaba de la “familia rusa”, como cariñosamente le decía su papá, y que no eran nada más que los viejos compañeros de clase de sus padres, a quienes Marcia siempre ha llamado a cada uno como tío o tía y sus hijos siempre han sido sus primos.

Jamás sus padres volvieron a regresar a la Unión Soviética, un país que para cuando ella aprendió a descifrar las complejidades del mapamundi era más pequeño que antes y ahora se llamaba Rusia, pero siempre albergó la esperanza de visitar la tierra en la que sus padres se conocieron y en la que, quizás con un poco más de suerte, habría nacido y se sentiría aún más unida a ella. Para ella Cuba y aquella tierra eran sus dos patrias, dos lugares a los que había aprendido a querer. Uno desde la realidad de la dureza y el sacrificio familiar durante los años del Período Especial y el otro desde la añoranza de los viejos recuerdos e historias de sus padres. 

Cuando cumplió quince años, Marcia, que aún no entendía las complejidades de la sociedad en la que vivía, pidió a sus padres poder hacer un viaje a Rusia. Un viaje con el que siempre soñó desde el mismo momento en que le comenzaron a hablar de la tierra de Pushkin, Tolstoi, Lenin, Gagarin o Gorbachov. Así creció Marcia, entre recuerdos y añoranzas, entre pasado y futuro.

Hace poco más de un año Marcia tuvo un rayo de luz en su vida. Cuando llegó a la escuela en aquella mañana sus alumnos de onceno grado le dijeron que habían escuchado a sus padres decir que ahora todo el mundo podía viajar. Pensó que quizás ella pronto tendría la posibilidad de hacer ese viaje con el que tanto había soñado.

Durante años, el enemigo más grande para poder realizar su viaje era no solo el abultado costo del mismo sino también la gran cantidad de trámites. Rusia no estaba entre los países que requerían visa, pero el largo proceso para obtener la “carta blanca” –permiso de salida- así como el autorizo del Ministerio de Educación, muchas veces la había desanimado de la idea de poder hacer ese viaje. En su mente soñaba con hacer un viaje de un mes, el tiempo necesario para que sus compromisos con la escuela y la profesión que ama no se vieran afectados. Había calculado los meses en los que incluso podría hacer el viaje y su cuenta se había inclinado para un período entre mediados de julio y días antes del 20 de agosto.

Cuando fue a la Oficina de Inmigración y supo el costo del pasaporte, su calculadora mental comenzó imprimir números rojos. Pero sabía que el pasaporte era el menor de sus males y siguiendo los consejos de una vecina que le había recomendado que era mejor tenerlo “por si acaso”, echó manos a sus ahorros y reunió el dinero suficiente para la necesaria credencial.

Con esperanza, aunque con recurrentes números rojos flotando sobre su cabeza, se encaminó a la agencia de viajes para conocer el precio del pasaje. Ni su calculadora se había imaginado el costo del sueño. Entre el precio del pasaje y el costo aproximado de una reservación en un hotel era demasiado para sus ahorros y para su salario, el cual tendría que reunir durante 200 años para poder pagar aunque sea una semana en su añorada Moscú. En aquel momento Marcia vio su sueño desvanecerse, esta vez no por la burocracia ni las negativas sino por el verdadero enemigo: el dinero.

Aquel día se sentó en la parada a esperar el ómnibus que la liberara de aquella burbuja de sociedad llamada Miramar y la regresara a su vieja Habana. Y mientras esperaba, no pudo dejar de escuchar una conversación que a su lado tenía lugar: eran dos mujeres que tranquilamente hablaban de sus hijos. Una de ellas le contaba a la otra como su hijo se estaba preparando para viajar la próxima semana a Rusia pues se iba a dedicar a importar ropas y cosas para vender acá en Cuba.

Más que sentir envidia, Marcia sentía rabia por las oportunidades que algunos tenían y otros no. Se sentía triste porque sus años de estudio, su título de oro de profesora de Español-Literatura y sus años de trabajadora destacada no valieran nada frente a uno que se iría a Rusia como quien va a la esquina y que, en vez de cumplir un sueño anhelado y humano, jugaría con las billeteras de sus futuros compradores.

Resignada regresó a su casa. Colocó el pasaporte en una gaveta y se sentó a revisar las notas de sus alumnos.

Un año después, Marcia sigue mirando aquella vieja postal que sus padres le enviaran a su abuelo Pucho cuando se encontraban de paso por Leningrado. En su mente, a pesar de la imposibilidad, sigue subsistiendo la esperanza de poder viajar a Rusia algún día, de poder tener el dinero suficiente para poder conocer aquella tierra que sus padres le enseñaron a través de anécdotas y retratos.

Esta mañana, cuando despertó, como el dinosaurio de Monterroso, Marcia todavía estaba aquí, soñando. 


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