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Un western tardío: Ladrones de trenes

Publicado el 28 septiembre 2011 por 39escalones

Un western tardío: Ladrones de trenes

Burt Kennedy es uno de esos directores calificados reiteradamente como ‘artesanos’. Su carrera profesional, iniciada en la televisión durante los años sesenta y terminada en el mismo medio a principios de los noventa, parece avalar una afirmación por lo demás insensata en la mayor parte de los casos en los que se aplica. Especializado en ofrecer versiones minimizadas, breves y desprovistas de épica de un Oeste “a la John Ford”, la filmografía de Kennedy prácticamente está consagrada al género del western, exceptuando el notable film noir La trampa del dinero (1965), que reúne a Glenn Ford y Rita Hayworth junto a Joseph Cotten. De los más variados tonos, temas y formas, los westerns de Kennedy resultan básicamente entretenimientos ligeros, películas consagradas a la aventura, los tiroteos y las persecuciones a caballo, cintas con personajes arquetípicos pero no exentos de solidez y personalidad, con oscuras manchas del pasado o recovecos psicológicos que introducen matices y derivaciones en las tramas, al igual que poseedores en parte de un sentido del humor que acompaña siempre en los guiones a las secuencias de acción y violencia propias del género, algunas espectaculares. Con todo, Kennedy posee en su haber películas de bajo presupuesto pero inolvidables referencias dentro del género, como Los desbravadores (1965), fallida mezcla de western y comedia, la innecesaria secuela El regreso de los siete magníficos (1966), obviamente sin repetir los mismos siete, el clásico Ataque al carro blindado (1967), con John Wayne y un Kirk Douglas con un impresionante despliegue atlético, el mito del western erótico de serie B Hannie Caulder (1971), con Raquel Welch, y sus duplas con Robert Mitchum (Un hombre impone la ley y Pistolero, ambas de 1969) y James Garner (También un sheriff necesita ayuda, de 1968, y Látigo, subtitulada del mismo modo que la anterior, de 1971). En esa misma línea de acción, aventura, erotismo, humor y violencia se encuentra el último western de Kennedy, quizá un plus sobre su obra anterior, Ladrones de trenes (1973), titulada de manera absurda en algunos países de Latinoamérica como Los chacales del Oeste (no se ve un chacal ni a mil kilómetros a la redonda…).

La película, una postrera muestra del género en un tiempo en que el cine americano se hallaba en plena transformación (que no llegaría a nada, o más bien al cine americano mayoritario hoy, o sea, nada), supone las boqueadas del western clásico tal como se conoció en los cincuenta y primeros sesenta, cuando, a excepción de Ford, Hawks, Hathaway y Mann, su decadencia de temas y de repercusión entre crítica y público iba en picado. Así, a la manera clásica pero con un inicio deudor de los modos empleados por Sergio Leone, por ejemplo, en Hasta que llegó su hora (1969), Kennedy compone una historia que ya nace obsoleta y decadente, pero que resulta entretenida y divertida.

Un tren llega a una desolada estación del desierto; allí espera un pequeño grupo de hombres capitaneados por Grady (un Rod Taylor algo pasado de kilos y ya con la marca de la edad en el rostro) y Jesse (Ben Johnson, antiguo campeón de rodeos, toda una institución en el western), y entre los que se encuentra Ben Young (el meloso cantante Bobby Vinton) o el esbirro Calhoun (Christopher George, que ya fuera antagonista de Wayne en El Dorado, de Howard Hawks, 1967). Del tren se apea Lane (un John Wayne veteranísimo y ya próximo al final de su carrera) acompañado de la atractiva y joven Mrs. Lowe (Ann-Margret), que posee el secreto del lugar donde su difunto esposo enterró el botín de medio milón de dólares que consiguió tras asaltar un tren. Wayne y los suyos no van tras el botín, sino tras la recompensa que ofrece el ferrocarril por su recuperación, cincuenta mil dólares, pero a las ambiciones personales del grupo, tanto en lo referente a la totalidad del dinero como respecto a la apetitosa anatomía de la viuda hay que sumar la persecución por parte de los antiguos camaradas de Mr. Lowe, acompañados por un buen puñado de pistoleros, que siguen sus pasos tras el dinero, y la aparición de un solitario personaje (Ricardo Montalbán), trajeado y fumador de puros, que observa los acontecimientos desde la distancia.

Un western tardío: Ladrones de trenes

La película ofrece un breve metraje (92 minutos) repleto de sucesos, en su primera mitad ligados más bien a las relaciones establecidas dentro del grupo en torno a la suculenta dama y a las expectativas de botín, adornados con las habituales peleas y rivalidades masculinas, el enfrentamiento de los veteranos del grupo con las nuevas incorporaciones, y el canto a la amistad cómplice de los viejos camaradas de la guerra civil. En esta primera parte las secuencias estáticas en torno a las hogueras de lumbre y los distintos episodios de un largo viaje a través de un territorio salvaje y desértico se alternan con las tomas de transición del grupo deambulando por sobrecogedores enclaves paisajísticos, así como las correspondientes a su persecución por parte del nutrido grupo de jinetes. Llegada al núcleo central, la película profundiza, por un lado, en la incipiente e inevitable historia entre Lane y Mrs. Lowe, así como en la violencia surgida del hallazgo del dinero y de la lucha con el grupo de bandidos que amenaza a los protagonistas.

Éste es quizá el elemento más débil de guión y película, la identidad difusa del adversario. No estamos ante un villano, ante un ser pérfido, cruel y asesino, sino ante un grupo sin identificar de pistoleros que persiguen y sitian a los buenos, unos jinetes tan viles y crueles como ellos que aquí, sin embargo, se comportan con inusitada rectitud y férrea moral por el empeño de Kennedy por mostrar una historia de buenos y malos. Esa falta de un contrapunto más concreto al personaje de Wayne no resta espectacularidad al tiroteo final, de nuevo en la estación del ferrocarril y con un tren en plena circulación que amenaza con descarrilar, pero sí elimina un aspecto básico del guión que impide profundizar en la psicología de los distintos personajes, así como en potenciales variantes de una trama demasiado plana y, en algunos momentos, repetitiva.

Sin embargo, esta sensación de haber asistido a un entretenimiento facilón, liviano y olvidable se matiza muy mucho con el giro final, una vez que el grupo de bienhechores ha recuperado el dinero, protegido a la bella y renunciado a la recompensa en favor de su joven hijo, y el extraño hombre trajeado y fumador de puros se da a conocer y revela un aspecto insospechado de todo lo que ha ocurrido. En ese instante, comienza otra película, pero el The end final nos priva, probablemente con acierto, de asistir a su más que probable controvertido desenlace.


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