Revista Literatura

Ventisca

Publicado el 23 julio 2010 por Chaimon
Soler; después de un puente muy bonito que parece de otra ciudad, de otras latitudes, pero no, acá mismo a la vueltita.
Un chico caminando junto a una chica, rozándose los brazos al caminar con un falso sin querer. Yo caminaba detrás de ellos a unos pocos metros como temiendo que con mi andar, distraiga la intención de una mano, de una mirada. Por lo cual preferí seguir a mi velocidad de bici.
Igualmente algo me indicaba que a ellos no les importaba el mundo que los rodeaba.
El sol les daba en la espalda coloreándolos de un modo casi renacentista. La sombra que se proyectaba por delante de ellos podía imaginármela como predecesora de sus palabras.
Veo que él gira la cabeza hacia ella, quién mantenía su mirada apenas inclinada hacia el piso, y le dice algo, pero no logro dilucidar que. Sí siento que debo contarles algo, esta escena tenía otro testigo: el viento que ingresó a escena de forma intempestiva y acarició con dulce violencia los destellos de sol que ella contenía en sus pelos. La escena a esta altura tenía ribetes fílmicos y yo en primera fila.
El viento no conforme con ser testigo, comenzó a interponerse entre las palabras que salían de los labios del chico. Intentando callarlo o amedrentarlo. Una ventisca que tenía la personalidad suficiente como para que él prefiera acomodar su pelo en lugar de sus palabras. Pero no me imagino a ella molesta por eso, al contrario, la sensación mía es que se sintió acompañada, menos sola.
En un momento detuvo su hablar, pero no dejaba de mirarla.
Comencé a sentir una halo de pudor en ambos. Ella comenzó a balancear su brazo izquierdo que daba al lado de la pared. Él también, sólo que el suyo daba al lado de la calle. Pero ninguno de los dos sabía eso del otro, sólo yo.
Luego de unos segundos ambos estaban mirando hacia abajo, las sombras de sus cuerpos proyectadas por delante de ellos, daban la sensación de querer saltar hacia el cielo. Sin importar sus propios cuerpos. Independizándose de ellos.
Caminaron unos segundos y el balanceo de sus brazos era a destiempo. Él giró su cabeza, ella giró su cabeza, se miraron fijo y en un gesto de valentía apoteótica, el chico tomó su mano. Ella se paralizó, lo miró, sonrió y en un instante tan sublime como fugaz comenzaron a caminar de la mano. Hamacándolas.
El Viento gritó más fuerte que nunca.
Creo que él también.

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