-- Bartolo y los demás.

Publicado el 25 junio 2012 por Jesustadeosila

Como los niños escapaban corriendo sin dar lugar a que los alcanzara, Bartolo caía en el barro de rodillas y se echaba a llorar desconsolado, hasta que alguien se le acercaba y le ponía una mano en el hombro o le acariciaba la cabeza y le decía:


-- Venga, Bartolo, con lo grande que eres ya, hijo...


Bartolo era grande, sí, pero también era tonto.


Y no un tonto cualquiera.

Bartolo era el tonto del pueblo...

Ser el tonto del pueblo conlleva sus responsabilidades: tantas como ser el médico, el boticario, el dueño de la barbería o el camarero del casino.

Ser el tonto del pueblo significa humillar la cabeza y hablarse a veces de tú con la Soledad. Y eso sin contar con los pescozones que te regalan, las collejas que se te vienen a la cabeza cuando menos las esperas, las burlas sin ningún grado de sutileza o las zancadillas inmisericordes que te hacen, los días que más llueve, ir a darte de bruces en el charco más embarrado de la plazuela.


Ser el tonto del pueblo es algo así como ser su pararrayos, el desmantelador de truenos que de otra manera acabarían por prender en algún fleco y hacer arder el pueblo entero.

Bartolo sabe que sin él, en el pueblo pronto prendería la más mortal y destructora de las llamas: la del aburrimiento.

Bartolo sabe que sin él, las calles serían meras rías de paso y la plazuela un triste trozo de pueblo perdido que no tiene tonto.


Por eso Bartolo tiene el don envidiable de rehacer pronto la sonrisa, una sonrisa que es hermosa porque aflora de los ojos antes que de los labios, porque asoma siempre con generosidad aunque sea desde una cara pringocheada de barro y de lágrimas.


Por eso yo me acerco a su vera, le tiendo una mano y le ayudo a levantarse, mientras le revuelvo el pelo de la cabeza y le digo:


-- Venga, Bartolo, con lo grande que eres ya, hijo...


Y Bartolo empieza a sonreír y quiere darme las gracias, pero antes de que acabe de incorporarse le meto otro fuerte empujón que lo manda a todo lo largo de vueltas al charco, en medio de grandes salpicaduras. Y hasta la plazoleta me llegan las risas del boticario, del camarero de la cantina, del barbero y del médico: ¡Bartolo, Bartolo, qué tonto es Bartolo!


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