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-- Con Nacho, en la estación.

Publicado el 07 julio 2012 por Jesustadeosila

El tren se acerca y en los confines de la tejavana que da al andén hay una pareja que se abraza, hay un matrimonio con dos chiquillos que no se están quietos un momento, hay un anciano con la boina mustia y el arrebol de cateto de sierra en las mejillas carnosas. Hay un conglomerado de seis o siete mochilas que cabalgan a otros tantos muchachos, delgados y pilosos. Hay un legionario bajito y cetrino con un petate abultado a los pies, aguardante.

Y el tren, como una leontina plateada de grises, circunda la penúltima curva del paisaje y se acerca.

-- ¡Ya viene, ya viene! -me grita Nacho, señalando con el dedo.

-- Ya viene, sí -le sonrío.

No es un tren más: es el tren.

Hay otros dos en la estación, detenidos, como dormidos, como héroes expectantes que se rehacen de pasadas lides, como dragones arrancados de una niebla medieval y trasplantados inopinadamente a un siglo que les fuera ajeno. Pero el tren, ese que encandila a Nacho y le hace alzar la mano y abrir la boca y parpadear de asombro es el que viene ahora, ese que ya se acerca despacio y se le oye venir.

-- ¿Le oyes? -me pregunta Nacho.

-- Le oigo, le oigo ya. Le oigo, sí.

Nacho bate palmas. Se levanta, me besa, se vuelve a sentar, apoya los codos en las rodillas y la barbilla en los nudillos entrelazados.

-- ¿Tú te has montado en uno así?

Es la pregunta que me hace cada mañana, cada tarde y cada día.

-- Cuando era pequeño como tú. Cuando mis padres nos llevaban a la tita Ángeles y a mí a Utrera, a comprar mostachones. A Utrera en tren, figúrate, como el que se iba al fin del mundo. A Utrera se llega hoy en coche, en veinte minutos.

-- Y cuando te fuiste a la mili.

-- Y cuando me fuí a la mili, sí, al Cerro Muriano, cuando tenía veinte años.

-- Y cuando te casaste.

-- Y cuando me casé y fui con tu abuela de viaje de novios a Córdoba. Tardamos más de tres horas. Conforme te haces mayor, empiezas a medir el tiempo entre una estación y otra. Los trenes se hacen más veloces y el paisaje por la ventanilla deja de desfilar: se queda atrás, simplemente.

Nacho deja de mirar el tren. Sus ojillos inquietos se deslizan unos instantes por el andén, un brazo me lo echa al hombro y el otro lo estira para señalar al legionario:

-- Le han dado permiso, abuelo -me explica.

-- Quince días, abuelo. Pero en su casa no lo esperan hasta la semana que viene. Lo que pasa es que tiene una novia en un pueblito de Granada y va a ir antes a verla. Quieren casarse cuando a él lo licencien, sabes.

Nacho sonríe. Hurga con la mirada por la cantina, por el quiosquillo de la prensa, en la lejanía de los rieles por donde el tren se aproxima a pasito roncero. Después me señala a la pareja que se abraza.

-- La maleta que está en el suelo es de ella -dice-. Porque ella se va a Barcelona, a casa de sus padres, que son de allí. El que la abraza es su hermano. Se ven una vez al mes. Cada mes, uno va o uno viene a ver al otro.

-- ¿Tú crees? -me hago el tonto.

-- Ella está llorando, ¿la ves?

Está llorando, seguramente.

Cuando el tren entra en la estación, lo hace con un traqueteo que es como un son uniforme y atemperado, acentuado con dos zollipos que estremecen el aire.

-- Se ha retrasado medio minuto -apunta Nacho, consultando el reloj de la estación. Después señala a las seis mochilas de colores:

-- Son amigos del instituto. Van de excursión a la sierra. Dormirán en tiendas de campaña, al aire libre. Desde aquí tú no lo ves, abuelo, pero uno de ellos lleva una guitarra y se sabe muchas canciones. Por las noches harán un fuego y cantarán. Y algunos se harán novios, abuelo.

-- Se harán novios -asegura.

-- ¿Y el viejo de la boina? -le pregunto.

Nacho entorna los ojillos.

-- No es tan viejo. Tiene como tu edad. Regresa a su pueblo. Ha venido a Sevilla a comprarle un regalo a su nieto. Tiene un nieto de ocho años que no puede salir de casa porque está enfermo, pero que le encantan los trenes. Y él ha venido a Sevilla a comprarle un tren eléctrico, ¿ves que lleva una caja muy grande en las manos, abuelo?

Nacho acciona el interruptor cuando el tren llega y se detiene al fin, con un gran pitido de triunfo o de dolor. Nacho recoje las figurillas de una en una, metiéndolas en una caja de cartón y sacando otras nuevas que va colocando al albur en los confines de la tejavana que da al andén: un mozo con gorra de plato que vocifera algo, una señora espigada que acarrea dos maletas, dos señores enchaquetados con sendas corbatas y maletines, un soldado de infantería con un petate al hombro, dos ancianos que se abrazan... Nacho acciona el interruptor y el tren parte de nuevo. Me duelen los riñones y siento las piernas dormidas de estar arrodillado en el suelo, pero volvemos a empezar.

Nacho señala con el dedo a la señora espigada:

-- ¿Sabes quién es, abuelo?

-- No caigo, Nacho, no caigo.

-- Es una profesora de un colegio de aquí, que...

(Una estación de ferrocarriles, es una antología de cuentos populares. Y cada tren que entra y cada tren que parte, son como los primeros o como los últimos renglones de una nueva histora que empieza o acaba cuando queremos).


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