Yo tenía entonces unos nueve o diez años. Debía de ser invierno, porque andaba la tarde oscurecida y el cielo amagaba tormenta.
Me encontraba con la espalda apoyada contra la pared, era una calle solitaria y lúgubre por la que no circulaba tráfico alguno. A aquéllas horas, sólo estábamos ellos y yo.
Ellos y yo... y ellos eran cinco.
Les miraba y ellos me miraban, con la única diferencia de que yo me podía mover mientras no pretendiera separarme un ápice del muro donde me apoyaba, yo podía dirigir mis ojos a uno u a otro, estudiarlos, intentar entrar en sus mentes... pero ellos no. Ellos no se movían, cual espectros, como zombies, como muertos; inmóviles, detenidos en el tiempo y en el espacio, pero sin apartar sus pupilas del mínimo de mis movimientos. Era consciente de que sus ojos impávidos acechaban cada una de mis reacciones, sin perder detalle de nada. Solamente, aguardando.
No podía huír. No me lo hubieran permitido ya. Y recuerdo perfectamente que en el silencio espeso de la tarde que se anochecía, oí una vez a lo lejos un trueno que se acercaba, y algo más próxima (¡sólo una calle más atrás) la voz de mi madre que gritaba mi nombre por la ventana, llamándome ya para que subiera a casa.
De los cinco, las dos chicas estaban más atrasadas, pero no por ello menos amenazantes. Una de ellas con las piernas apenas separadas y un dedo señalándome, como una imagen detenida en la pantalla del televisor. La otra: con una sonrisa maldiciente entre los labios y semejando una estatua de piedra que de un momento a otro fuera a echar a andar, con lo linda que era momentos antes, con lo enamorado que me tenía, con lo bella que era su sonrisa... una sonrisa y una carita que ahora no tenían vida ni transmitían nada que no fuera inquina o desapego. De los chicos, algo más adelantados, era Julián el que probablemente me alcanzaría primero, si le daba oportunidad. Lo intuía en su rabia contenida, en su boca levemente entreabierta y jadeante, en el brillo feraz de sus ojos fijos en los míos.
Mis amigos, mis cinco amigos, petrificados pero sin permitir por ello que me alejara ni un ápice de la pared. Mis amigos, mis compañeros de estudios y de juegos, conteniendo ahora, bajo las primeras gotas de lluvia que ya nos calaban, las ganas de abalanzarse en tropel hacia mí.
Volví a escuchar los gritos de mi madre que me llamaba y me dije que tenía que ser ahora o nunca.
Respiré hondo. Tensé los músculos de mi cuerpo y miré retadoramente a Julián: no lo conseguirás, cabrón, no lo conseguiréis ninguno porque soy más rápido que vosotros.
Me giré rápidamente, alcé la palma de la mano y golpeé con furia sobre el muro, gritando a viva voz y con rabia:
-- ¡Una, dos y tres, pollito inglés...!