-- La muñeca más... turbadora.

Publicado el 25 junio 2012 por Jesustadeosila

A mí, los primeros escarceos telequinésicos por los arrabales de la entrepierna, los primeros espasmos masturbatorios de infancia y adolescencia, me los propició una Nancy vestida de malloret, con botines rojos, calcetines blancos, faldita a cuadros y plises, cinturón de hebilla ancha y una camisetita blanca de algodón con la insignia en el pecho de algún club de fútbol americano...
La Nancy debió ser la muñeca preferida de mi hermana mayor, pero habrán entendido ya que acabó siendo (por motivos distintos) la preferida mía también. Mis primeras papillas lascivas, a ella las debo, a mi Nancy pelirroja ataviadita de malloret.

Pero vean. Es que la Nancy de aquél entonces, quizá la recuerden, era una muñeca casi rubensiana, o en mi memoria lo es al menos, al menos en mi recuerdo si caigo en la tentación de compararla con los engendros bulímico-epilépticos que pululan hoy por los escaparates de las jugueterías. Había nancys rubias, había nancys morenas o nancys taheñas, todas de cabellera dócil desprendida espalda abajo anticipando digo yo que una actitud de abandono; había nancys empacadas en las gasas pretenciosas de una comunión tardía o una boda temprana, nancys uniformadas de enfermeras de la cruz roja o nancys de quintas del ejército de tierra y el de aviación, que a lo que discierno -y material cedo para futuras tesis- fueron ellas las adalides del feminismo menos fastuoso y más clarividente. Había nancys vestidas de zíngaras, de pastoras, de ministras todavía no, y nancys de malloret como la de mi hermana... como la mía ya, entendámonos, que el amor con doce o trece años otorga tantos derechos de propiedad como con treinta o cuarenta.

Mi Nancy, puedo reconocerlo, puede que andara un poco baja de tetamenta, pero, por contra, lucía unos muslos cuasi torneados ellos, increíblemente largos de las rodillas a las estribaciones de un culo que siempre se me antojó respingón, culo color carne núbil, culo alabeado, culo autóctono. El vientrecillo lo gastaba rollizo y comboso y casi goyesco, el ombligo apenas un puntito de exclamación ahogada, y la entrepierna oculta en un atisbo de castidad consentida: plana, sí; y puede que escasa de relieves, mas juro que convexa al tacto, por mi vida que turgente al asomo del mínimo de los deseos. Tan largo y tan asilvestrado el pelo, tan rubicundos y amenos los pómulos, una boca entrecerrada de labios pequeños que sonreían perenne, puede que estúpida, puede que malintencionadamente. Pues anda que el cuello, lechoso que discurría prometiendo desembocaduras insospechadas, no aptas para faltos de imaginación... Y cuando ibas y la tendías sobre la cama, ella iba y cerraba acogedoramente sus párpados, sin dejar nunca de sonreír, diciendo con la pose ven y juega, juega conmigo a lo que quieras. Mi Nancy, era bella.

Mi Nancy tenía su palmito. Nada que ver, ya digo, comprenderán, con esa especie de escoba invertida que son las muñecas de hoy: recortables picasianos, entes plastificados sin carisma ni cuquería en las hechuras, con más teta que cabeza y más codo que culo, especie de plumero ingrácil, piernitas osificadas, combosidades siquiera intuídas, pelo mucho, ojos como dónuts, más de dos seguramente, emboscados en derroches pestañeriles, labios asiliconados y una expresión toda de mujer de primeros de siglo despiporrado y revolucionario y desencaprichador de mingas que quita el resuello o propicia el hipo, que en uno u otro caso, lo que por descontado que no suspiciaría en un chaval sería el atisbo mínimo de una erección a deshoras. Mi Nancy era bella. Mi Nancy estaba la mar de buena. Los calcetines blancos formaban anillos en sus tobillos. La camisetita de hilo conseguía engolosinar su pecho sobrio. Si la tomabas por un pie y la alzabas por encima de tu cabeza y te asomabas a mirar desvergonzadamente por debajo de su falda, podías intuír el cachete sombrío de una nalga. Si la sentabas, no evitaba la impudicia y te abría con generosidad las piernas. Si la tumbabas, aguardaba, dócil y renuente, tus travesuras más inconfesables, mil juegos, la fantasía más rebuscada...

A ella le debo, señores, mis primeros escarceos sexuales, a esta Nancy bella que cada día o cada noche, en la soledad de mi dormitorio, moría bajo mí, por mí, para mí, en riadas de un sudor transparente que no conseguía nunca burlar los contornos de plástico que conformaban su cuerpo inverosímil. A esta Nancy que se plegaba sin reproches a mis deseos más inhibidos, que no mudaba la sonrisa de su boca cuando la yema de mi dedo bajaba sus calcetines y ascendía lentamente del tobillo a la rodilla y de la rodilla, bajo la carpa de su falda de malloret, a su muslo firme; que no tensaba un músculo cuando este dedo inquieto y travieso rozaba como al desgaire su sexo o cuando mi uña se daba a desprender de la piel de su vientre el hilo tenso de sus bragas prietas, que no hacía preguntas cuando mi lengua sinvergüenza asestaba pinceladas caprichosas por los contornos inexistentes de su entrepierna apacible...

Todo acaba, como usted bien sabe; o se disfraza o se escamotea temporalmente a los sentidos, qué más da... Que un día mi hermana, así como quien no quiere la cosa, fué y se hizo mayor. Y la Nancy, del altillo de un armario donde pasó meses aguardando bien que un paseo en bicicleta que nunca ya llegaba, bien que uno de mis trotes sicalípticos que terminaron siendo tan puntuales como el deseo; la Nancy, mi Nancy, del armario se mudó un día a las profundidades hediondas del cubo de la basura. Maltrecha hube de sorprender a mi Nancy un día en el cubo de los desperdicios, señor, usted no imagina lo que es eso, atisbarla apenas por entre gurruños de papel, pieles de plátano y cáscaras de huevo, desmelenada, sucia, con un ojo cerrado y otro abierto, las piernas formando aspas grotescas y la sonrisa eterna de mujer en el trazo asimétrico de sus labios de niña, que tantas veces yo lamí.

Lloré, señor. Hágase usted la idea de lo que yo lloré, con la sinceridad y en la desesperación que sólo conocen los niños con juguetes rotos, cuando algo roto se queda también en ellos. Lloré en las profundidades hediondas de mi habitación, por entre gurruños de sueños desovillados y cáscaras tempranas de amor perdido, primero con lágrimas que nadie vio y después con suspiros que nadie oía, lloré en silencio el final trágico de aquélla muñeca que me hizo intuír a los diez o los doce años lo bello que seguramente iba a ser crecer.

Eso es todo..., y no es poco, como entenderá...

Así llorando, por cierto un día, ya muchos días después, en la turbiedad sin lindes de un sueño triste, sentí en mí la presencia de unos ojos que me miraban, fija, insistente, profunda, ¿efusivamente? Era de noche y encendí la lámpara de la mesilla. Miré henchido de ilusión mágica al altillo del armario, señor, ¿lo creerá...? ¿Sabe usted algo de esa milésima de segundo que se detiene entre un sueño y la cristalización de un deseo...? Sabía, yo lo sabía, que allí debía de estar Ella, otra vez, llamándome a jugar...

Pero no fue así y con este chasco supe que yo también me hacía mayor. Porque desde el altillo del armario, señor, los únicos ojos que me miraban eran los de mi Geyperman, vestido con uniforme de comando de las fuerzas especiales americanas, alto, musculoso, barbudo y prepotente, severo pero sonriente bajo una boina negra. No sé lo que sentí, señor, un gran chasco desde luego y algo más que no quise aguardar a saber. Conque lo cogí de una pata y lo tiré por la ventana.