-- La profecía Maya, o la otra.

Publicado el 26 junio 2012 por Jesustadeosila

El día estipulado -según el calendario maya- para la finalización del Mundo, se despertó temprano, no se vistió con el uniforme del trabajo, sino que se puso unos vaqueros desteñidos, una camisa y una gorra de su equipo de fútbol preferido. De esta guisa se presentó en la Empresa, donde subió nada más llegar al despacho del Jefe, se sentó en el amplio sillón giratorio y aguardó a que aquél llegara, entreteniendo la espera en desconfigurar el sistema del ordenador principal enviando todos los programas de la Unidad Central a la papelera de reciclaje, y la papelera de reciclaje, vía e-mail, a un depósito de residuos tóxicos del Ayuntamiento. También se dedicó a fotocopiarse las nalgas, y para cuando el gran Jefe llegó, ya tenía unas treinta copias pegadas por las paredes de su despacho, con cinta adhesiva. Antes de que el Jefe pudiera salir de su asombro y descongestionar los ojos, le endiñó en la cabeza con una bota de vino llena de arena y se marchó silbando, ante el mudo respeto y la admiración de sus compañeros.

De vueltas a la urbe, puso el coche -un twingo- a 180 kilómetros por hora y aprovechó cada radar para asomar la cabeza por la ventanilla, sacar la lengua, ponerse bizco y menear un dedo arriba y abajo. Dos guardias civiles casi llegaron a darle alcance, pero con un hábil giro de volante los hizo encasquetarse contra una cantera de yeso... A veces un atisbo de dudas le surcaba la mente: ¿y si se equivocaban?, ¿y si no era hoy, después de todo, el fin del mundo? ¿Y si...? Pero las desechaba con la misma inmediatez conque le venían. Era hoy. Hoy era el día.

Desayunó en la Cafetería Imperal, zumo natural, un bollo con aceite y jamón de bellota y una copa de balón llena de coñac, un Ataulfo I de 1365 que abrieron especialmente para él. Desayuno, por descontado, que no se dignó abonar. Hizo escala en el Club "The Moon", donde dio rienda suelta a una energía sexual tiempo ha acumulada en sus genitales, que más que genitales habían llegado a semejar condensadores cargados de electricidad, y se llevó al jacuzzi a una delegación selectamente escogida de jóvenes representantes de China, Vietnam, Italia, Francia, España, Perú, Argentina, Cuba, Suecia, Irlanda y Zimbawe. Tampoco pagó, por supuesto, y en su lugar salió del Club pitando, no sin antes tirar de las orejas a dos camareros y pellizcarle la nariz al rumano de dos metros que estaba de guardia en la puerta, al que la sorpresa no le dio siquiera tiempo a desenfundar la automática que llevaba en la sobaquera.

Paseó seguidamente por los barrios bajos, con una seguridad en sí mismo que le complacía. Y como no tenía idea cierta ni preconcebida de quién pudiera, hacía dos semanas, haberle robado el radio de su twingo, prendió fuego a todas las furgonetas de cristales tintados que fué encontrando a su paso, amén de lanzar algunos ladrillos y piedras contra las viviendas aledañas. Ser consciente de que esta misma noche el Mundo acabaría, le prestaba una valentía y una fuerza que nunca en su vida había sentido antes.

Ya en pleno centro de la ciudad, se esmeró con denuedo en partir todas las cristaleras de las sucursales bancarias que habían sangrado durante tantos años su economía a fuer de intereses, cuotas de mantenimiento y aranceles varios. Robó después una retroexcavadora de una obra cercana y se dirigió al Congreso de los Diputados, donde accionando hábilmente un par de manivelas se llevó por delante a tres representantes del partido en el gobierno, a tres de la oposición, a dos ujieres, a los dos leones y a un gato que pasaba por allí. Un furgón policial intentó detenerle, pero manejó con presteza la pala y lo depositó con gran pericia en la copa de una acacia.

Almorzando minutos después en un restaurante de lujo, volvieron a asaltarle las dudas. ¿Y si no era hoy el día? ¿Y si el mundo, a pesar de todo, seguía girando mañana...? Por espantar tanta incógnita que a ratos lo angustiaba, vertió un bol de salsa gaucha en la cabeza del maitre y se marchó de allí saltando a la pata coja entre las mesas, sin pagar, por descontado. El Fin del Mundo estaba estipulado para las seis de la tarde, hora peninsular, cuando una gran bola de fuego (¿un meteorito?) caería del cielo para...

Eran las cuatro y aprovechó las dos horas que le quedaban para ir al domicilio del que, según era sabido por la opinión pública y por la opinión especializada, había sido culpable de la violación y posterior asesinato de la adolescente María, hacía ahora dos años. Lo halló chateando, quién sabe si con otra próxima María o Rocío o Elena o Marta, en un locutorio público. Curioso, pensó, que se llamen locutorios a donde suelen parar los maníacos y manicomios a donde debieran estar los locos. No le fué difícil engatusarlo, llevarlo al callejón trasero, rebanarle sus partes con un cutter y dejárselas metidas en el bolsillo trasero del pantalón. Lo mismo hizo con el abogado que lo defendió y con el juez que lo dejó en libertad. Se sentía bien, cada vez más seguro y con menos dudas. Era consciente de que media ciudad, si no media España ya, lo buscaba. Miró al cielo. Eran las cinco y media y negros nubarrones se desperezaban sobre su cabeza, finas hilachas de una lluvia helada comenzaban a calarle el cuerpo. El cielo negro. El cielo vistiendo apolillados harapos de luto. Así estaba escrito.

Paseó tranquilamente, acavernando el mentón entre las solapas de la camisa, las manos en los bolsillos y los ojos húmedos de felicidad. Si los dioses habían elegido esta tarde para impartir su justicia o su venganza, él sin ser un dios ya había firmado en el libro de visitas.

Oyó las seis campanadas frente a la fachada del Ayuntamiento. También pudo escuchar, aunque sin sobresaltarse, el estridente trueno que pareció zarandear las fachadas de los edificios. La gente comenzó a correr, alocada, gritando, alzando los brazos y señalando al cielo.

-- ¡Acaso no lo sabíais! ¡Acaso no lo sabíamos, idiotas todos! -gritó, sacudiendo la cabeza en mitad del apoteósico chaparrón y riendo a carcajadas.

Una lluvia de fuego y un destellante haz de luz cayó del cielo y ni siquiera sintió dolor, aunque las rodillas se le doblaran y fueran a empaparse en el charco de su propia sangre. Sólo sintió que la vida se le escapaba, que la imagen de la gente dando alaridos y la imagen de la acera mojada era lo único que quedaba impregnado en su retina, como la secuencia detenida de pronto por un dedo inquieto que acaba de accionar el pause del reproductor.

Y su último pensamiento fué para la Profecía hecha hacía más de cinco mil años y que puntualmente ahora se cumplía: el mundo se ha acabado, se dijo afligido, antes de que el helicóptero terminara de coserlo a balazos.


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