Todo empezó con una pequeña grieta, del tamaño de una hernia, en la pared del salón, justo encima del sofá. Como soy hombre de recursos ilimitados, la tapé con un poquito de emplaste, lijé la superficie, la pinté del mismo tono beig que el resto de la pared y apliqué una segunda capa de pintura justo al cabo de las dos horas, tal y como precisaban las instrucciones de la lata. Henchido de orgullo profesional, señalé pomposamente la pared a mi esposa: ni rastros de la grieta. Aquélla misma noche, tras una suculenta cena fuera de casa, hicimos el amor.
A los dos días, la grieta volvió a hacer su aparición, creo que con un poco más de virulencia y alcanzando una superficie de pared algo más ambiciosa que la vez anterior. Mi mujer me la señaló como si fuera una serpiente reptante. Volví a mi emplaste, mi lija, mi brocha, mis dos manitas de pintura beig para interiores y la pared volvió a esplender, saneada como el culito de un bebé recien cambiado. Cenamos en casa esa noche... aunque sin poder evitar mirar constantemente de reojos a la pared, por encima del hombro, como si temiéramos ver aparecer de un momento a otro la imagen de una cara de Bélmez sacándonos la lengua.
La grieta reapareció a la mañana siguiente. Mi mujer me la señaló, con un dedo inseguro y tembloroso. Ahora se extendía por gran parte del tabique, en una superficie de unos tres palmos y medio, zizagueante como una culebrilla y caprichosa como cualquier índice bursátil. Mi santa esposa colocó entre mis manos el libro de las Páginas Amarillas, antes de desaparecer por la puerta con el carro de la compra, dando un portazo de despecho.
El tipo que apareció por casa a eso de las cuatro de la tarde ataviado con un uniforme amarillo de " Reformas Domingo", era un espécimen gordo y abotagado, mal afeitado, de cuello rojo y una boca de la que sobresalía un palillo de dientes amarillento. Llevaba también un lápiz en una oreja, y creo que una goma de borrar en la otra.
-- Humm... -medio gruñó, pasando un dedo por la grieta y observándola con experto ojo clínico, ante la expectación contenida de mi señora y mía. Y añadió, meneando la cabeza- Hmm, Hmm...
-- ¿Es grave? -preguntamos mi señora y yo, al unísono.
El troglotita se mudó de lugar el palillo de dientes.
-- Hay que abrir la pared -dictaminó.
-- ¡Ya está abierta! ¡Justo aquí! Por eso le hemos llamado, ¿entiende? La pared, de hecho, se abre ella solita.
-- Hay que abrir por el otro lado, señor -explicó él, mirándome como quien mira a un tarado o a un hombre retrasado-. Por la parte de la cocina. Esto es humedad.
-- ¡Por la parte de la cocina! -clamó mi esposa- ¡La alicatamos el año pasado! ¡No! ¡No!
El mastodonte se la quedó mirando con cierto desprecio profesional.
-- O eso o la grieta, a mí me es igual -respondió. Y señalando la grieta con el palillo amarillento, añadió profético-: pero ella crecerá. ¡Oh, sí! Crecerá y crecerá y nadie podrá evitarlo. Vamos, no se preocupe, señora. Serán sólo un par de azulejos. Tres, a lo sumo. Veremos dónde está la herida, actuaremos, cicatrizaremos y volveremos a pegar los azulejos en su sitio. Dos horas de trabajo. 150 euros por ser para ustedes, más IVA. Podemos empezar mañana mismo, si quieren. Y si no quieren, podemos dejarlo estar y empezaremos cuando se les derrumbe la pared del salón encima de la cabeza mientras cenan o almuerzan. ¿Tienen hijos pequeños en casa...?
Empezaron a la mañana siguiente.
Digo empezaron porque el tipo apareció en compañía de otro indivíduo también ataviado con un uniforme amarillo de "Reformas Domingo", aunque mucho más bajito, delgado, fumando una colilla hedionda y apestando a anís del mono. Los dejé en la cocina, besé a mi santa esposa y marché al trabajo, mientras empezaba a oír algunos martillazos mientras bajaba las escaleras. Tres azulejos, había especificado el hombre sabio, tres azulejos y mi hogar volvería a presentar las hechuras de un hogar habitable y seguro de una familia modesta.
Para cuando volví del trabajo, no presté mucha atención a los dos sacos de escombros apilados en el portal del bloque. Era por junio y ya sabemos que es la época del año preferida por muchos para hacer algunas reformas en casa. Conforme subía las escaleras, sin embargo, una inexplicable aprensión y un inconfundible olor a agua estancada se fueron apoderando de mi alma. Además del soniquete de esos martillazos severos que había escuchado cuando salí por la mañana. La puerta de mi domicilio estaba abierta de par en par y por tras una humareda densa de polvo blanco apareció mi esposa para besarme, con el delantal, los brazos y la cara cubiertos de una superficial capa de arena.
-- ¿Todavía siguen aquí? -pregunté.
Pregunta inútil, por supuesto. Ella me señaló a la cocina. El albañil diminuto de la colilla humeante en la boca golpeaba la pared con una piocha, a la altura del suelo, justamente donde tan sólo quedaba ya una hilera de azulejos por desincrustar y haciendo saltar lascas de loza a una velocidad de vértigo, en cuclillas y dejando asomar impunemente el principio de unas nalgas prietas y desagradablemente peludas. El otro reformador, el jefe, el gordo, se comía un bocadillo de mortadela sentado encima de la placa térmica.
-- Buenas, señor -me saludó.
-- ¡Tres azulejos! -estallé- ¡Tres azulejos, me dijo usted ayer! -y señalé la pared descascarillada, en bruto, como esas paredes desvencijadas que nos muestran los telediarios cuando ocurre un terremoto en Japón o en Nawasaka.
-- Tres azulejos, sí, ¿pero cuáles? -me contestó el tipo-. Primero hay que saber cuáles son. No somos adivinos, no vamos por ahí con una vara de sauce ni un pendulito que gira. Mañana, cuando prosigamos, seguramente tendremos localizado el foco de la avería.
-- Bueno, el lunes ya. Sábados y domingos, no trabajamos.
Nos quedamos el fin de semana habitando un salón cuya grieta era una especie de monstruo del Lago Ness que abría las fauces a la altura de la cenefa del techo; y cocinando en una cocina cuya pared frontal nada tenía que envidiar a las paredes de cualquier gruta del paleolítico, sólo que con tuberías y cables al descubierto en vez de bisontes y saltimbanquis rupestres.
Volvieron el lunes y esta vez eran tres. El tercero, seguramente, hijo del jefe, porque tenía su mismo volumen corpóreo y porque oí al padre decirle, mientras me iba:
-- ¡Y tú, Yonatán, espabila y aprende! Toma este martillo y mira cómo lo hacemos nosotros.
En el trabajo, lo reconozco, no rendí lo esperado. Y no precisamente porque fuera lunes. No. Anduve ensimismado, desanimado, pensativo y ansioso; y más de una vez y más de dos, hube de soportar las reprimendas de mi encargado, que no me veía ciertamente fino en mis menesteres. No pude soportar la angustia mucho tiempo y llegué a telefonear a casa. Lo cogió mi mujer a las cinco o seis llamadas, y sólo puede entenderle, entre golpes de tos seca, algo así como:
-- No puedo hablar ahora. Estamos sacando el frigorífico al pasillo, aghh.
Cuando arribé a mi hogar, a eso de las cuatro, una cuba cargada de escombros, azulejos, ladrillos, tuberías de plomo, el marco de una ventana y un termo de gas sospechosamente parecido al mío, estaba aparcada junto a la puerta de entrada del bloque. Subí las escaleras saltando los escalones de dos en dos, sin apenas detenerme a dar las buenas tardes a la vecina del principal ni a los dos individuos con monos embarrados que bajaban con sendos sacos de escombros cargados al hombro.
En la cocina me recibió el tipo gordo con el palillo de dientes entre los labios y una sonrisa de complicidad.
-- Ya hemos dado con la avería -me saludó, golpeándome con familiaridad en la espalda-. Una picadura tonta en la tubería de bajada de la sección dos del desagüe general. Justo ahí, donde está su esposa.
Mi esposa asomó la cabeza por la puertecilla del mueble que hay bajo el fregadero. Estaba arrodillada, tenía unas motitas de cemento seco en la frente y una llave inglesa en la mano. Y una gorra amarilla en la cabeza.
-- ¡Sólo era un agujerito en un tubo, cariño! -me dijo, mascando un palillo de dientes.
-- Cuando usted quiera, señora, paramos y nos comemos un bocadillo -gruñó el gordo-. Los muchachos tienen que descansar. He visto cervezas en el frigorífico, ¿no? -se dirigió a mí-. El mío de chorizo, señor, si les queda.
Todo esto ocurrió hace un año y hoy, he de reconocerlo, tenemos una cocina que es la envidia de cuantos nos visitan. Está alicatada en tonos claros y amarillo limón, con un mobiliario clásico pero funcional que no olvida el mínimo detalle, y una estrucutura fontaneril y eléctrica totalmente impecable. En total, 6800 euros...
De los cuales, los 800 corresponden a cinco bellos cuadros de tendencia modernista que hoy embellecen y dan caché a nuestro salón, y que adquirí ante la muda admiración de mi santa esposa, que no sabía de mis secretas aficiones por la pintura moderna. También ignora, claro, que cada lienzo disimula hábilmente el menor atisbo de grieta que sorprendo en las paredes del salón.