120 Km/h

Publicado el 15 agosto 2015 por Isabel Topham
Adoraba la velocidad, y nada era una excusa para abusar de ella. Viajaba mucho, pero siempre iba y venía de un pueblo a otro, sólo para notar la fuerte brisa del viento azotar su cara mientras iba conduciendo. Vestía con tupé y llevaba siempre, incluso en días de lluvia, unas Rayban negras; y, siempre presentaba el mismo modelito de ropa. Vestía una chaqueta de cuero negra abierta y dejando a ver una camiseta blanca básica de tirantes, unos Levins oscuros y unos zapatos negros de piel con algo de tacón, y una floritura de flecos en la parte externa. Solía apoyar un brazo en la parte de la ventanilla dejando sobresalir la mano mientras se fumaba un cigarrillo. En cambio, escuchaba música clásica. Le ponía enfermo todos aquellos que iban por dentro de la ciudad con la ventanilla bajada y con la música a tope escuchando reggae. A él, le relajaba escuchar la música clásica, en especial, a Beethoven y Rach.
Nunca se topaba con ningún coche en dirección opuesta, con lo cual cuando llovía y tenía que poner la capota negra de vinilo para que no se estropease el interior del coche, cuyos asientos eran marrones clarito de cuero, sacaba la cabeza por la ventana para notar las suaves gotas de la lluvia sobre su piel. Tenía un Ford Scott rojo de segunda mano, pero tan reluciente como uno de primera. Apenas tenía kilómetros recorridos cuando lo compró. Era un chico solitario y prevenido, prefería ir por calles más estrechas de lo habitual y, por norma general, eran las carreteras con mayores desniveles y en peor estado de todas. El coche se tambaleaba para un lado y para el otro, pero siguió su instinto y no dejó de correr como un loco por aquel camino.
Ya había recibido un par de multas por exceso de velocidad, pero siguió sin hacer caso a los mandatos de la policía. Justo por aquellos caminos por donde él iba le exigían ir a la mitad de velocidad a la que iba, a 60 Km/hora. Pero, nunca le parecía poco para no echarse el asiento hacia atrás y dejar su vida en manos de la carretera. Además, quién va a pasar por aquí, si esto está más muerto que vivo. Si nadie utiliza ya estas carreteras, ya que todos prefieren ir por las dulces y tranquilas autopistas.
Un día, se topó con la propia policía y tuvo el valor de hacerle un pulso. Empezó a correr como poseso, y a mirar muy de vez en cuando por el espejo que tenía en mitad del coche para ver cuánto les sacaba. No había mucha diferencia, y en un abrir y cerrar de ojos ya le bloquearon el paso. No tuvo otra opción que bajarse del coche y acto seguido quedó arrestado. Se quitó las gafas y con aire decidido y la mirada fija en los ojos de uno de ellos, les dijo con voz firme. A medida que pronunciaba las palabras, éstas formaron un escalofrío que recorrió sus cuerpos de arriba abajo:
─ Sólo el peligro es capaz de hacerme entrar en razón.