Su ambicioso porte de ejecutivo, con cabello engominado hacia atrás y patillas angulosas, recibía, cada mañana, el silencio de un rostro que no le deseaba buenos días.
Aquel perdedor nauseabundo se despertaba de su hura de orines para luchar, en un duelo de miradas, que duraba lo que daba de sí un ángulo de visión inhumano.
Nunca escuchó un agradecimiento por cada botella de ginebra que le dejaba, al final de cada tarde, sobre los sucios cartones. Sus cetrinos ojos tampoco le ofrecieron nunca un buenas noches.
-Unos aguantamos más que otros-, comentaba satisfecho con su frígida esposa, mientras disfrutaba de un cargado Bloody Mary.
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