En 1.828, con tan sólo diecinueve años, Charles Darwin llegó a Cambridge con la idea de obtener un grado en letras. Pero allí conocería al profesor de botánica John Stevens Henslow, que iba a cambiar el rumbo de su vida. Apenas cuatro años después, y visto el enorme interés que el joven Darwin mostraba por las ciencias de la naturaleza, aquel profesor le ofreció la posibilidad de embarcarse, como naturalista, en una expedición que pretendía cartografiar la costa de América del Sur. Así fue como comenzó su gran viaje a bordo del Beagle, en el que comenzó a gestarse una de las más grandes teorías científicas habidas jamás, la de la Evolución.
En el lenguaje ordinario, una teoría hace referencia a un conocimiento especulativo. Es decir, cuando no se está seguro de por qué sucede algo, tendemos a elaborar razonamientos que suelen carecer de rigor experimental. En ciencia, por el contrario, llamamos teoría al conjunto de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos. La redacción de una teoría sigue un riguroso proceso conocido como método científico, en el que la observación, la experimentación, la elaboración de hipótesis y la comprobación se encargan de desechar todas aquellas propuestas que no se ajustan al proceso observado. Así, conocemos la teoría de Gravitación Universal o la teoría de la Relatividad, cuya veracidad está fuera de toda duda. Pero diferentes cuestiones han hecho a lo largo de la historia que la teoría de la Evolución no sea aceptada por toda la sociedad. Y es que los prejuicios religiosos o la mera ignorancia son a veces un lastre demasiado pesado para seguir creciendo en el conocimiento.
La evolución es un hecho y así lo podemos constatar casi a diario. Las bacterias evolucionan pudiendo así escapar al efecto de determinados antibióticos creando resistencias. Los virus evolucionan de una manera asombrosamente rápida, como es el caso del de la gripe, haciendo que tengamos la necesidad de generar vacunas nuevas cada temporada. Y también evolucionan los gusanos, las moscas y todos los parásitos que atacan a los cultivos agrícolas y que consiguen hacerse fuertes frente a los insecticidas. El problema es que en organismos más complejos, como es el caso de los humanos, la evolución no es observable en un período corto de tiempo. Para comprobar cómo ha cambiado el volumen de nuestro cráneo o cómo ha evolucionado nuestra laringe para poder adquirir el habla, sería necesario remontarse a muchas generaciones atrás y esto no es tan sencillo como en el caso de las bacterias o los virus.
En 1.859 Darwin publicó su gran obra: el origen de las especies. El libro suscitó tal interés que el mismo día que salió a la venta, los 1.250 ejemplares de la primera edición ya estaban vendidos. En éste, propuso dos grandes teorías. Por un lado habló del origen común de la vida en la tierra, aportando para ello un gran número de evidencias que en su conjunto conducen a la teoría de la Evolución; y por otro, estableció el mecanismo por el que la evolución actúa: la Selección Natural.
Darwin llamó Selección Natural al fenómeno mediante el que se produce la conservación de las características que favorecen la supervivencia de una especie y la destrucción de las que son perjudiciales. Y esto es un hecho. En todo ecosistema se establecen luchas por la supervivencia, de manera que al final siempre consiguen reproducirse los individuos que poseen algún elemento que los favorece y que, en definitiva, son naturalmente seleccionados. Algunos de estos elementos diferenciales entre individuos se producen de manera aleatoria entre los descendientes de un organismo y llegan a ser heredables. Este es el caso de las mutaciones, que constituyen así una importante fuente de variabilidad y que, a la larga, contribuyen a que se dé la evolución de las especies.
Con la teoría de la selección natural la ciencia fue capaz de explicar de una manera satisfactoria algunos aspectos del mundo biológico que hasta ese momento se sustentaban en creencias sobrenaturales y divinas. Muchos científicos consideran que esta teoría marcó el punto de partida para la etapa moderna de una disciplina, como la biología, que se convertía así en una auténtica ciencia.
En el origen de las especies el autor no quiso tratar la cuestión del origen del hombre por estar el tema “tan rodeado de prejuicios”. Hoy, ciento cincuenta años después, la ciencia ha ganado mucho espacio a la superstición y a ello han contribuido de una manera muy importante personajes como Darwin.