Estaba intrigado: ¿cómo les habría ido esta experiencia de escribir, meter en un cajón, reescribir, meter en un cajón, reescribir, meter en un cajón y reflexionar? No sale un arenque ahumado tras tanta exhumación, sino un texto muy personal, y no poco autoconocimiento: las propias carencias, el estilo, los puntos fuertes, los ecos, los hallazgos...; y esa grieta que se abre entre el texto que escribí y la persona que voy siendo, cuyas circunstancias y estados de ánimo, sabiduría y reflexiones, no serán idénticas a las de ayer.
Pues les fue muy bien: creo que todos aprendimos de las distintas sensibilidades. Y luego, nos pusimos a acabar las chapuzas de fontanería gramatical que teníamos pendientes. Un par, la próxima semana seguimos.
Al inicio, propuse que las infusiones viniesen a la primera hora ya cumplida, para forzar un descanso (la verdad es que el tiempo se pasa ya sabéis cómo). Pero la opinión mayoritaria fue no distraerse; así que, cuanto antes. Llegaron, glup, glup.
Y luego, el apasionante mundo de los textos argumentativos. El principio, como en tantas cosas, está en los clásicos: inventio-dispositio-elocutio. Nos metimos, tomando la expresión de Daniel Cassany, en la cocina de la escritura. Un buen texto se parece a un buen plato: cuántas decisiones, ocurrencias, dibujos, esquemas, ensayos van por delante, hasta que salimos sonrientes y orgullosos asiendo la paella con las dos manos. Dejemos que el lector-no escritor la saboree con una dulce ignorancia de los trabajos y aventuras del cocinero. Este se queda con el sabor y el saber. Los clásicos aunaban los dos significados en el verbo 'sapere'. Y el que cocina, sabrosamente, lo sabe.
Para la semana que viene, un texto argumentativo, de extensión asequible. Pero con su tormenta de ideas, su árbol conceptual, su maqueta dispositiva... estamos todavía entre andamios y con el casco puesto. Y tan contentos.