El amor es como la calefacción. Como la calefacción en otoño. Llega sin avisar y de repente un día estás ardiendo a 400 grados. Es una fila de personas acurrucadas en un rincón esperando a que alguien las saque a bailar. Es la vecina que viene a hacer una visita o el hombre que sube a entregar un paquete cuando tienes un aspecto asqueroso. Es una partida con muy malas cartas en la que no queda otra que marcarse un farol. Es llevar calcetines de colores distintos. Son dos personas intentando desentrañar el sentido de un cuadro abstracto que en verdad no tiene ningún puñetero sentido. Es un ladrón que con sinceridad te cuenta sus planes antes de apuñalarte una vez en el estómago y otra en el pulmón. Es convertirse en un cínico y evolucionar hacia lo escéptico. Una garantía de devolución caducada hace tres meses. Un boxeador acorralado en un ring y un atracador reincidente.
Y luego el amor se convierte en ese verso que no acabas de rimar. En esas fiestas sorpresa donde no pintas nada cuando has tenido un día de mierda. Sentirse extraño al extrañar a alguien como si fuera un extraño. Tener un coche que devora la gasolina a los 200 metros. Sacar al perro en mitad de la noche. Tener que pensar que el más valiente no es el que más veces lo intenta, sino aquel que sabe descubrir el momento en que hay que dejar de intentarlo. Es leer un libro cuando ya tenías otro empezado y cuando termina, es dormirse en mitad de una película que adorabas pero que ya no piensas volver a alquilar.
Imagen: K. Praslowicz