Pues eso: 43. Si lo mira uno bien, son muchos años; bien mirado, tampoco son demasiados. Lo más extraño de la edad es donde te pone: en un lugar que parece distinto y que, sin embargo, es el mismo.
¿Qué me diferencia de aquél que cumplió 19, 27, 34? Creo que nada, a pesar del tiempo y su carga de vivencias, experiencia, descreimientos, alegrías y pesares. Uno sigue siendo el mismo, para bien y para mal. Como decía le Carré, el secreto es hacerse viejo sin hacerse mejor. Yo he aplicado su máxima y aquí me tienen, alegre (como unas castañuelas) y aterrado, absolutamente acojonado.
He estado estos últimos días pensando en el último fotograma de la que será (a lo peor) la última película de mi queridísimo Berlanga, ese tengo miedo rotulado debajo del toro y la gitana y un simple L. (Luis), que culminaba su película París-Tombuctú, de 1999. (Les dejo abajo el vídeo con el final de la película para que vean la inserción del miedo de Berlanga; no me gusta la canción de Aute, pero el final es genial, pues Berlanga se apunta a la tesis -en mi opinión acertada- de alguien que no recuerdo, que sostenía que llegará un día en que las pateras vayan en sentido contrario).
Lo malo de la edad, lo malo del tiempo, es el miedo, la cara de susto que se te pone, la broma -quizás- en que consiste todo, el acojone torero siempre a flor de piel.
Y sin embargo, como escribía Javier Egea, y a pesar de tanta ruina rondándonos, hay que seguir en pie. Sí, en pie, acojonados y reconfortados, acordes, felices, asombrados...
Les invito a un ronda. Salud.