8. EL OLVIDO (La Flor contada).

Publicado el 14 octubre 2018 por Marga @MdCala

Entre minutos que se antojaban horas, se escuchó el tintineo de unas llaves en la cerradura. Andrés, su marido desde hacía diez años, estaba abriendo la puerta. Mientras lo esperaba, Ana se mantuvo sentada en su sofá azul, con los ojos cerrados, evocando mejores tiempos.

Recordó, entre otras escenas de su larga vida en común, cuando su marido le dijo por vez primera que la quería. Sucedió durante aquella mágica noche de verano que ya nunca olvidaría, sentados en un cine al aire libre, de esos que ya escasean en las ciudades, y con el cielo y las estrellas por compañeros de butaca. El muchacho le había tomado las manos entre las suyas, y muy suavemente había acercado sus labios al oído de su amada.

-Te quiero, Ana. Te quiero para siempre, así me muera si miento.

Dos años más tarde ya estaban casados. “Hasta que la muerte os separe…” Ambos  tenían la certeza de que así sería: la muerte o el olvido, que es el peor tipo de muerte que puede sufrir un enamorado.

Ocho años después de aquella magnífica boda, todo resultaba distinto. ¿Dónde van los juramentos cuando el amor se acaba? ¿Dónde las almas, cuando no encuentran cobijo en la persona venerada? ¿Se puede vivir sin amor? ¿Se quiere vivir sin amor?

Eran las doce de la noche de un frío y maldito viernes de enero, y Ana había decidido no aguantar más aquella situación.

Durante meses, casi un año, Ana había estado sufriendo la amarga ausencia de su marido. Primero la ausencia psíquica, el olvido de fechas, de citas, de hablarse, de mirarse, de tocarse… luego, también, el alejamiento físico. Siempre llegaba tarde: “…hay mucho trabajo en la oficina, tenemos que echar unas horas…”, se excusaba una y otra vez.

Ana necesitaba creer esa historia; por un lado resultaba cómodo, y por otro, confiaba en Andrés y siempre había sido un compañero bueno y atento con ella. No quería ni podía ofenderle con la duda.

Pero una mañana…

Una nublada mañana de invierno recibió una llamada telefónica. La llamada.

-¿Es usted Ana?

-Sí, soy yo ¿quién llama…?

-Eso no importa ¿verdad? Lo importante es lo que voy a decirle.

-Perdóneme pero, ¿qué es lo que quiere?

-Su marido, Andrés Martín, la engaña. Sale desde hace meses con otra mujer.

-¿Y usted cómo puede saber eso?

-Soy la otra parte burlada. El marido de ella. Acuda esta noche al Café Francés y los verá juntos. No hay de qué.

El Café Francés. Le hubiera resultado cómico de no ser por el estado emocional en que se encontraba tras colgar el auricular. Había ido en innumerables ocasiones a aquel local junto a su marido. El Café, amplio, acogedor, romántico, decorado en tonos azules y tostados, lo regentaba un tal Mario, amigo íntimo de ambos desde la adolescencia.

Mario y su Café Francés habían sido testigos de la amistad, el noviazgo y, con posterioridad, del matrimonio de Andrés y Ana, pero eso, por lo visto, no era óbice para ser cómplice y lugar de sus encuentros adúlteros.

Por supuesto, Ana acudió. Deseosa de haber sido víctima de una broma pesada (tenía que serlo) y de mal gusto, pudo observar -sentada en su pequeño vehículo- cómo Andrés daba el brazo a una joven a la que creía haber visto antes en alguna boda del personal de la empresa. Los vio entrar en el Café. Los espió mientras se acomodaban en una mesa y llamaban la atención del amigo Mario. Los tres parecían muy complacidos. ¿Cuándo terminaba la chanza?

Ana se sintió morir.  Se supo muerta.

Verse traicionada por su marido y por su amigo a un tiempo, era algo que ella no podía asimilar. A duras penas pudo volver a su casa, conduciendo y llorando amargamente. Necesitaba consuelo y decidió que aquello aún podía tener solución.

-No hay peor muerte que el olvido -se escuchó decir a sí misma.

Más aún si la persona que te está obsequiando con la indiferencia es tu vida entera, tu razón de existir, tu ser, tu motor y tu aliento. ¡No, aquello no podía estar pasando!

Esa misma noche, Andrés y ella hablarían; como primera medida, él se lo confesaría todo, puede incluso que lloraran juntos para así limpiar las ruines telarañas del alma. Luego, más calmados, partirían de cero. Harían borrón y cuenta nueva. Todo olvidado.

Su marido la estaba mirando extrañado, mientras guardaba las llaves en su bolsillo.

-Andrés, ven, siéntate  a mi lado. Tenemos que hablar.

Él, sin articular palabra, obedeció a su mujer. Se situó junto a ella y la miró a los ojos, serio, muy serio. Triste, se diría.

(Te quiero para siempre, así me muera si miento).

-Ana, si vamos a hablar, yo también he de decirte algo.

-¿Sí? Pues empieza entonces tú, por favor.

-He conocido a alguien. Me gustaría que me concedieras un tiempo en nuestra relación. Separarnos unos días, unos meses, a ver qué tal nos va. Tengo muchas dudas sobre mis sentimientos, Ana.

Ana puso su dedo índice en posición vertical sobre sus labios, susurrando, implorando, urgiendo silencio. Ya no podía con más despropósito. Aquello no era lo que había esperado ni deseado escuchar. Andrés amaba a otra mujer y ella estaba de más. Resultaba dolorosamente claro. ¿Pero cuándo terminaba de una vez la maldita broma?

(¿Dónde van los juramentos, dónde? ¿Se puede vivir sin amor? ¿Se quiere vivir sin amor?).

Ana se levantó del confortable sofá azul como si el mismo diablo la hubiera hipnotizado, regia, el rostro serio, los consumidos y bellos ojos fijos en la nada, con la mirada más triste que imaginarse pudiera, y se dirigió muy despacio hacia la terraza de su bonito piso. De un salto, se sentó en la barandilla, y de ahí a la calle solo medió un movimiento más.

Quería a su marido más que a sí misma, y lo amaba desde hacía demasiado tiempo como para saber vivir sin él. Por ello, tampoco hubiera podido hacerle el menor daño, pero debía encontrar una solución al problema. Y Ana la había hallado al fin: borrón y cuenta nueva. Todo olvidado. Todo olvidado.

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