Este es día 9 de 365 días de escritura.
Qué más me da, si es tuyo.
Ahora que volvimos de nuestras vacaciones en la propia casa que habitamos descubro que en la ropa interior me sigue faltando el calor de las subidas y bajadas. Habíamos hecho el amor en todas partes: mancillamos las camas ajenas, tu cama y mi cama con esperma líquido, recubrimos con saliva los sexos ya húmedos, espantamos los acordes ruidosos del vecino e interpusimos en su lugar el manar dulce de la respiración acompasada. En el momento del orgasmo, unos días más que otros, la eme fémina se agita en una cueva colorada adentro suyo. El pene de él asume que su fuerza desemboca en el placer y se rinde, redimido por la nostalgia futura, por el saber que nunca en ningún cuerpo descansarán sus fluidos con esa avidez, porque el sexo no había sido nunca compartido hasta que nació la espeleología y los cuerpos decidieron germinar ensamblados.
Podría hacer un tratado de mil páginas sobre el orgasmo y sus matices. Uno: con los dedos propios y ajenos, la ruptura cuántica. Una avalancha de hormigas que se nutre de las partes del cerebro, mordisqueándola como si encontraran migajas con las que alimentarse un invierno entero. Ese cortocircuito –porque sí, nunca recordaré quién soy mientras gimo en la oscuridad, a veces iluminada frente al espejo la vagina, solo algunas veces tumbada y ajena a mi propio placer- avala todas las generaciones de seres humanos habitando sobre la Tierra. Dos: con las lenguas ajenas, siempre lo erótico del porno, porque para qué ver porno de lo que tú y yo podemos hacer todos los días. Las lenguas y los clítoris, unidos en danza ritual, solo pueden pertenecer a las mujeres. El Hombre pregunta si lo femenino me atrae y respondo que solo lo femenino posee lo erótico en potencia, porque es lo irrefrenable que nunca se tiene. Imagino una orgía de cuerpos: todo lo que tiene de deseo, tiene de irrealizable. Las mujeres ocupan ese lugar privilegiado del deseo nunca satisfecho y para ellas, solamente, serán las lenguas y los clítoris, porque ese territorio de tierras bajas baldías, de carne como arrozales recién sembrados, excitándose con los dedos largos que agarran la carne y clavan sus esporas en la piel diurna, esas zonas erógenas de mi cerebro, solo son para ellas, las que nunca lo han sentido suyo. Tres: con el vaivén cronometrado de un cuerpo contra el otro. Dice el hombre: te daré pimienta, y yo susurro implorándole que lo haga despacio y profundo, que me llegue hasta las comisuras de adentro. El movimiento se hace extremo; extremadamente necesario; necesariamente contenido; conceptualmente de a dos. Si la sangre del hombre tiene el poder de nacerme dentro, si la carne oscura consigue llenarse, encogerse y latir adentro mío, es que hay vida sigilosa entre nosotros. Será telepatía. O no, será telekinesis, que yo pueda manejar su miembro con la imaginación, que consiga izar, como un perro olfativo, el hocico de su miembro hacia el manantial del placer puro. En ese punto (al que los dedos raramente logran acceder, no sé si por estructura o simple desengaño) toda la madretierra se consume y se disipa. No hay cuerpos (si acaso solo permanece la impronta soez de los fluidos mezclándose). No hay cuerpos, hay cuerpo. No hay manos, no hay ojos, no he visto su cara su boca sus orejas enrojeciéndose en ese orgasmo compartido, quizá porque en ese breve tiempo de desaparición identitaria, solo soy grito y lava, solo soy premura y el peso de la metafísica derrumbándose en jirones.
Qué importa todo entonces. En la rutina de recomenzar con mi propio cuerpo a escalar las curvas de la ciudad, no me interesa la luz entre los árboles, si no pueden mirarlo los cuatro ojos- dos oscuros, mucho, como el desierto de noche; otros dos a veces verdes, cuando lloran, como los de la madre enrojecidos- y transmitirse con saliva ondas ultravioletas venidas del mar. Si de repente los cafés se han convertido en plateas desde donde observamos los pies veloces y las nubes densas, qué importa todo entonces, excepto el timbre sonando a la media noche y el hombre escondido tras la puerta, al borde de mancillarme a mí por dentro, de mancillar la cama ajena, al borde de la paranoia sensorial que nace de los ombligos muy juntos, a punto de encogerse su miembro y de maquillarlo yo con la saliva, exceptuando el momento en el que nos quitamos los zapatos y se moja la cama como un mar de olas extraordinarias.
7.3.2014