"Solo hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida;la segunda es inevitable, la primera imperdonable." Jose Maria Franco CabreraA mi tía y abuelo.
Los humanos en general tenemos una rara relación con el tiempo. Nos movemos en él, nos inquieta, nos absorbe y nos dirige sin ni si quiera saber qué es, de dónde viene o desde cuándo esta acá. Segundos, minutos, horas, días, semanas, años. No importa lo que hagamos, no podemos escapar de él. A veces queremos detenerlo y que ese momento no se esfume, que perdure por siempre; otras, en cambio, queremos adelantarlo porque la impaciencia se apodera de nosotros y buscamos desaparecer de ese presente cuanto antes. Sin embargo, la mayoría de las veces queremos retroceder: el pasado atormenta y deja anclado a muchos, se convierte en un fantasma que nos persigue y hostiga para que no lo olvidemos. El tiempo no perdona, no espera, y sus efectos son palpables en el exterior como en el interior de cada uno, ahí donde realmente deja marcas que ni la más alta tecnología médica puede esfumar. Uno no se detiene a pensar en lo breve que puede resultar el paso por este mundo. Hasta que en un momento, la muerte sacude nuestras arrogantes deducciones de inmortalidad y es ahí donde se desata la famosa batalla entre calidad y cantidad: ¿Estamos viviendo la vida que queremos? Los que se van se convierten en dolorosos anzuelos y nos generan preguntas sin respuestas. Nos hacen tambalear las certezas y nos arrojan a las manos de los hipotéticos. Nos destierran de las evidencias y nos impulsan a mudarnos al país de lo impreciso. Quedamos acá acariciando la vida y anhelando que nuestro tiempo sea infinito, eterno; sin embargo, el reloj sigue corriendo. Y no importa de cuánto tiempo dispongamos, sino que hacemos con él. De nada sirve apostar a un futuro si el “ahora” está siendo malgastado.
El tiempo sólo se gana si asumimos el riesgo de cumplir nuestros deseos hoy, y no mañana.