A Esto de la Tristeza

Publicado el 16 febrero 2009 por Chaimon
Sus cincuenta años le pesan. Está absolutamente entregada a un asiento de subte. Esos que provocan una especie de pasarela para los que no se sientan. Esos que tienen el respaldo sobre las ventanas. Ella desparramaba su humanidad entera y parecía disfrutarlo como un descanso celestial. Su torso ancho y sus pechos gritaban que habían tenido una vida mejor. Supieron ser acariciados con dulzura por alguien que supo amarla.
Todos hemos sido amados, incluso ella. Todos, todos, todos. Claro que luego entran en juego otras cosas, otros destinos, pero nadie estuvo exento de ser amado. Digo exento y suena a obligatorio, pero ¿por qué no? Para alguien en algún momento fuimos celestiales, amorosos, hermosas, lindas, no tan bajos, no tan altas, entrañables.
Muchos tal vez no se enteran nunca y son protagonistas de una vida no vivida más que en el deseo. De tardes caminadas de la mano, visitando amigos, olvidando el aniversario, en fin…deseos, momentos sólo imaginados.
Ella viste un suéter marrón raído, con dos tiritas de color azul que bordeaban y adornaban el cuello redondeado, llamado “mao”. Seguro conoció tiempos mejores y fue muy bonito, muy lindo en una tarde de compras por la avenida. O tal vez el único que cubría su necesidad de abrigo. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Su Pollera larga marrón toma distancia de la moda, solamente la vestía. No había otra pretensión, evidentemente nunca la hubo y estaba muy lejos de combinar con el suéter. En el piso apoyadas unas bolsas de supermercado desbordantes que invadían el límite nunca visto por nadie, pero conocido por todos, entre los asientos. Ese espacio que corresponde a cada asiento delimitado sólo por nuestros ojos, nada más. Un lugar implícito que cuando es invadido logra hostilidad en el mirar del invadido. Como si fuese importante.
Sus ojos marrones muy cansados.
A esto de la tristeza.
A nada.
Yo estaba sentado en el asiento de enfrente. Hago foco y observo que está hablando relatando algo no se a quien. Tenía la mirada absorta hacia el frente y hablaba, hablaba y hablaba. El sonido del subte no me permitía escuchar el contenido. De pronto abro mi campo visual y observo que tiene una persona a cada lado. Del derecho una mujer muy diferente, muy moderna, muy otra mujer. De su lado izquierdo un hombre de características similares a ella. Casi obeso que vestía una polera de lana sin colores definidos. Casi verde, casi azul y un pantalón sin ganas. La parte trasera de su bocamanga es pisada por el talón de su calzado marrón, sin brillo. Acordonado, pero con sogas de un marrón muy diferentes entre sí.
Lleva un gorro de lana que le disfraza su falta de pelo. Su cara está invadida de pelos. Una barba descuidada y blanca. Su nariz ancha con pequeños pelos asomando, pidiendo permiso.
De pronto lleva ambas manos a la cara y la cubre dejando un espacio muy angosto entre ellas, por donde llega a asomar muy apenas el centro justo de su boca y resopla.
Se queda así durante diez segundos, doce. Comienza a deslizar hacia abajo las manos, arrastrándolas muy despacio, a una velocidad que me permite ver como se acomodan sus facciones luego de estar solapadas, cubiertas. Llegan a la altura debajo sus ojeras y se detienen. Realiza dos movimientos muy breves con la cabeza de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, rebotando despacito. Se frena y retoma el deslizar de sus manos hacia abajo. Cuando invaden el cuello, las baja abruptamente y las apoya en las rodillas. La mano derecha en la rodilla derecha. La izquierda en la izquierda. Se muerde el costado izquierdo del labio inferior. Levanta las cejas formando una especie de “techo de tejas dos aguas”.
Pero lo más inquietante era su mirada. Sus ojos estaban clavados en la nada. Una nada que se palpaba delante de sus ojos. Que lo consumía y no lo dejaba ir a ningún otro lugar. Una nada que parecía estar preguntándole en ese preciso momento millones de cosas.
Mirada que le indicaba que algo había dejado de funcionar en algún momento de su vida. Pero todo era nebuloso. Pensaba y no lograba captar el instante preciso en el que se apagó todo. Esa mirada estaba envuelta en una nada de dimensiones tremendas.
Se levantaba temprano. Trabajaba para una cara que desconocía, sin saber hasta cuando, pero sabiendo que por muchos años más. Eso claro, de no mediar un error grosero de su parte.
Estaba transpirado y no le importaba. Olía mal y no le importaba. Quería llegar, ver algo en la tele, otra cosa no le importaba. Tragó saliva. Llevó el dedo índice al borde izquierdo de la comisura del labio inferior y lo arrastró hasta el borde derecho llevando consigo saliva que despachó contra el piso del vagón de subte. Clavó la mirada en esa saliva que al impactar con el suelo formó una aureola que humedeció la superficie.
Una nada lo absorbía y vestía sus gestos de una melancolía sórdida. Una nada que en ese instante parecía preguntarle a gritos ¿Cuánto falta para todo? ¿Cuándo termina la tristeza?
En eso parpadea. Vuelve a la realidad con un suspiro muy pesado y lento. Infla levemente sus mejillas. Asiente muy apenas. Mira a la mujer que tiene a su derecha, la mujer de las bolsas. Le dedica una mirada corta, le sonríe y vuelve a mirar hacia delante.
No parecía muy molesto con las bolsas del piso que invadían su territorio
La mujer continuó su relato.